miércoles, 18 de enero de 2012

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El día del cumpleaños de mi hija nos cogió en Florencia. Habíamos salido temprano de Bolonia, en un confortable tren. Nada más llegar nos dirigimos a la Piazza del Duomo. Sorprende la enorme catedral florentina con sus mármoles blanco y verde y su gran cimborrio, donde el arquitecto Brunelleschi realizó la proeza de esta difícil cúpula, de enormes dimensiones.
La plaza tiene un baptisterio independiente de puertas doradas y un campanile esbelto, cuyas ventanas se hacen mayores si se asciende por esta torre. Esta catedral dedicada a Santa María del Fiore merece la pena visitarse, pero antes, pasamos por un restaurante, tipo selfservice. Llevábamos varios días comiendo pasta y, en la vitrina del bar, unos platos con escalopes a la milanesa y patatas fritas aguardaban el momento de entrar en el microondas. “Veremos la catedral y luego daremos cuenta del filete empanado que tan buen ver tiene”
Acompañé a mi hija hasta lo más alto de la cúpula. 107 metros por una escalera angosta y desigual, con cerca de 500 escalones. Tramos de caracol, otros de altos escalones, gente que bajaban por el mismo conducto... y la respiración que se hace acelerada, mientras los músculos de mis piernas flaquean.
Un descanso en el anillo bajo la cúpula, y vistos los frescos que representan el Juicio Final. Un último esfuerzo, hay que tomar aliento y por fin una puerta nos lleva al exterior, donde una vista panorámica de Florencia se nos muestra, junto a un aire fresco y consolador: “Hemos llegado” Todo aquí es esplendoroso, pero aún queda descender por esos altos escalones. Lo peor ha pasado.
En el restaurante, dimos debida cuenta al filete empanado y las patatas, unas ricas berenjenas con bacón y queso, gratinadas y un reposo a los cuádriceps, para ponernos presto a pasear por delante del Palazzo Vecchio, donde Cosme I de Médici, señor de Florencia, vivió durante parte de su vida. Cerca de allí en dirección al río Arno, la Galeria de los Uffizzi tiene demasiada cola humana para pararnos en su museo pictórico de los primeros de Europa.
Nos dirigimos al Palacio Pitti, erigido con grandiosidad por otra familia noble (Los Pitti) que no pudieron mantenerlo y tuvieron que ponerlo en venta. ¿Quién lo adquiere? El mismísimo Cosme de Médici, que manda construir una galeria, sobre el Ponte Vecchio para llegar desde el Palazzo Vecchio al Palazzo Pitti, después de haber sufrido un atentado frustado contra su persona.
Los jardines del Palacio Pitti constituyen un paseo ascendente que nos hace abrir el apetito de nuevo. En la plaza prinicipal adquirimos una tarta, llevábamos los dos números que representaban los años de mi hija, y procedimos al ritual de las velitas, y un café italiano, nunca demasiado caliente.
Más tarde, fuimos a Santa Croce, la iglesia donde está el panteón de Michelángelo, el polifacético artista homosexual, a la que le gustaban los jóvenes patricios. La Academia estaba ya cerrada, por lo que dejamos al David para otra ocasión.
            Al caer de nuevo sobre el vagón del ferrocarril mis piernas tenían clavadas agujetas como de metal, pero mi espíritu estaba alegre por haber conocido esta bella capital de la Toscana.

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