(Para la revista "Nosotros" de C. Real)
Tendría que empezar deseando a todos que este año 2012 sea lo menos malo posible para España, y por ende, para todos nosotros, de forma particular. Si cada año es un regalo divino tendríamos que contar un nuevo año y no restarlo. Os deseo amigos de Ciudad Real, y de toda España, un venturoso período anual.
Y cuando aún despunta las primeras luces del 2012, recibo la amable llamada de Emiliano que, siempre previsor, me habla de un nuevo proyecto: una nueva edición de esta entrañable revista. Y me dice, entusiasta, que para febrero celebramos San Valentín, que es el Patrón de los enamorados. ¡Nada menos!
Obligados estamos - ¡grata carga! - a hablar de amor en San Valentín, pero pienso: ¿Quién soy yo para glosar tan gran sentimiento? “El amor es la mayor fuerza del mundo y sin embargo la más humilde” dijo Mahatma Gandhi.
Me decido por hacer un breve recorrido por los mitos amorosos de esta ciudad que me acoge a orillas del Guadalquivir. Y de entrada rechazo, en este mes de febrero (y solo este mes), la figura del galán histórico por excelencia: Don Juan Tenorio. Y lo dejamos “aparcado” de momento, pues es Don Juan figura más propia de noviembre, que es mes de difuntos. Y es que Don Juan me cuadra mal en este periodo por su burla, por sus pendencias… Prefiero ese periodo de la historia apasionada, de los autores románticos, y espero que se haga notar, en muchos lugares, la próxima primavera, que nos abrirá sus pétalos dentro de unos días, cuando salga un nuevo número de “Nosotros”.
Sevilla ya prepara su recreación de los mitos románticos y hasta febrero, el antiguo convento de Santa Clara (hoy espacio cultural de esta ciudad) acoge la exposición “La construcción del mito Bécquer”. Gustavo Adolfo, cuyo retrato lo veíamos en los antiguos billetes de 100 pesetas, pintado por su hermano Valeriano, es considerado como uno de esos escritores que se difumina en las brumas del mito. Se ha dicho de él que fue un poeta de sensibilidad descarnada. Un ángel tocado por la desdicha que aún con su talento no tuvo el reconocimiento de su entorno y sólo conoció infortunios, pese a que Sevilla le dedica parte de su memoria en un monumento admirable en el Parque de María Luisa, y como hemos dicho, un exposición dedicada a su obra y su persona. Monumento que realizó el marchenero Lorenzo Coullaut Valera en 1911, gracias al empeño de los hermanos Álvarez Quintero.
Si bien la glorieta de este monumento dedicada al escritor es uno de los espacios emblemáticos del paisaje urbano, fue difícil que ese proyecto se convirtiera en realidad. En 1884 se le encargó la realización de una obra a Antonio Susillo que iba a estar ubicada en las márgenes del río, pero un escándalo económico en el Ayuntamiento y la falta de apoyos sólo dieron para promover varias ceremonias y una publicación. Por esas fechas la Sociedad Económica de Amigos del País pedía también la participación económica de los ciudadanos para costear el traslado de los restos, en un texto que cargaba las tintas en el calvario sufrido por Bécquer: "Necesitamos que todos contribuyan a la memoria del poeta, para que el extranjero que admira la pureza de nuestro cielo y la grandeza de nuestros monumentos, pueda decir un día al ver el nombre de Bécquer grabado sobre la piedra: La ceguedad de los hombres le dejó morir oscuro, su vida fue un valle de lágrimas; pero su pueblo recogió sus restos y en páginas inmortales los transmitió a la posteridad.
Y muy cerca del espacio cultural de Santa Clara contemplamos, al paso, un balcón muy especial. Hemos dejado atrás la plaza de San Lorenzo, y por supuesto, hemos visitado al Señor de Sevilla en su Basílica Menor, hemos admirado el monumento a Juan de Mesa, obra de Sebastián Santos, hijo del insigne imaginero natural de Higuera de la Sierra. A mitad de la calle Santa Clara, cuando ya divisamos la torre del infante Don Fadrique, nos paramos ante el que fuese Palacio de los Bucarelli, genoveses venidos a Sevilla por aquellos dorados años del desembarco de las riquezas del recién descubierto Nuevo Mundo. Este palacio pasó a manos de los Condes de Santa Coloma, y en ese palacio una hermosa dama: la mismísima Condesa de Santa Coloma. Podría tener unos 30 años y podría ser una de las mujeres más bella de la ciudad ¿Por qué no? Sobre el balcón unas macetas de los más bellos geranios y gitanillas, una hilera de nidos de golondrinas le sirven de especial alero. Cuando ya el sol debelado torna la tarde de un rosa sosegado y mágico, la Condesa sale al balcón y riega sus plantas y macetas, mientras las golondrinas revolotean sobre la calle, de un extremo a otro de la fachada de palacio. Gustavo Adolfo, de catorce años, espera cada tarde la aparición de la Condesa en su primorosa tarea de regar las plantas y esparcir su belleza en la tarde de primavera sevillana, y siempre ajena al sentimiento de un muchacho que suspira por sus encantos:
“Volverán las oscuras golondrinas
en tu balcón sus nidos a colgar,
y otra vez, con el ala a sus cristales
jugando llamarán;
Pero aquellas que el vuelo refrenaban
tu hermosura y mi dicha al contemplar,
aquéllas que aprendieron nuestros nombres…
ésas… ¡no volverán!
Volverán las tupidas madreselvas
de tu jardín las tapias a escalar,
y otra vez a la tarde, aún más hermosas,
sus flores se abrirán;
Pero aquéllas, cuajadas de rocío,
cuyas gotas mirábamos temblar
y caer, como lágrimas del día…
ésas… ¡no volverán!
Volverán del amor en tus oídos
las palabras ardientes a sonar;
Tu corazón, de su profundo sueño
tal vez despertará;
pero mudo y absorto y de rodillas,
como se adora a Dios ante su altar,
como yo te he querido,… ¡desengáñate!
¡Así no te querrán!
Ahora que sumamos años y recuerdos, creo que tendremos que decir, con el poeta romántico Bécquer, que algunos “no volverán”.
Desde Sevilla,
Manolo Rodríguez Bueno
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