Fue su mirada la que me trajo los recuerdos de aquellos días. Había llegado a casa y después de descalzarme, me eché en el sofá para dejarme llevar por el rum-rum de la televisión y sus spots publicitarios. “Sultán” había terminado de merendar, a juzgar por como su enrojecida lengua lamía su viejo hocico. Me miró quieto e inexpresivo. Yo aparté la mirada de la pantalla y le vi allí, casi en el arco de la puerta de la cocina, como preguntándome: “¿Qué hacemos?.
Tres años antes de que llegara el fatídico día de la jubilación, Aurora también me esperaba a media tarde, después del descafeinado y la media docena de galletas de hojas. “¡Qué! ¿salimos?”. Nunca se había abandonado y conste que a mí casi me daba igual que tuviese unas canas. ¡Era lo propio de la edad! ¿Importa tanto la imagen que hay que engañarnos con artificios de cosmética?
Ahora, “Sultán” era el compañero de paseo. Tardes largas de finales de mayo, sobre los senderos más recónditos del pequeño parquecillo cerca de la autovía. Elegir los sitios más tranquilos donde ningún otro chucho, joven y agresivo, pudiera perturbar el paso cansino de dos viejos camaradas. Luego, regresar. Regresar a otro lugar geográfico, pero sin salir de lo mismo.
El primer día de jubilado ya Aurora no estaba en casa. Casi tres meses antes, el cáncer se la llevó. Aún todo está en la casa tal como ella lo solía tener. Los cajones con sus ropas, los roperos con las perchas y sus vestidos, y ese abrigo negro, compañero indispensable de todos los días de una década de inviernos, del ir y venir al mercado, a sus compras y su cupón diario de la Once. Pero, no todo estaba como siempre. La cocina estaba más sucia y las macetas del balcón habían perdido, como yo, esa prestancia que tenían en vida de Aurora. Cada día me iba volviendo un poco más perezoso. “¿Para qué hacer esto? ¿Para qué molestarme en lo otro?”
Dos veces en semana, una asistenta, prima de una vecina del piso más arriba, planchaba mi ropa. Siempre la misma, desde que enfermó Aurora no me había comprado nada nuevo. Tampoco tenía nadie que me dijera que la chaqueta me iba quedando cada vez más grande de hombros. Algunas vecinas me traían un plato de dulces caseros que ellas mismas hacían con las recetas de los progenitores y algunas novedades aprendidas de los programas de la televisión. Yo esperaba siempre un par de días para devolverles el plato vacío, pero en realidad no me apetecían mucho aquellos roscos fritos envueltos en azúcar, que iban al cubo de la basura, en el último ritual del día: bajar por el ascensor hasta la calle y buscar los contenedores en la esquina.
Mis comidas giraban en torno a unos cuantos menús: huevos cocidos, pescado congelado al perol, algo de verdura y sobre todo, los tomates abiertos y salados en rodajas. Las cartas del Servicio de Salud, citándome para las revisiones anuales, se amontonaban en el cajón de la mesita de la entrada de la vivienda. Los zapatos ya no lucían el brillo de antes y cuando no había más remedio, una bayeta pasada sobre una incómoda postura, eliminaba parte del polvo del jardincito de la autovía. Pero el que ya no se bañaba era “Sultán”. Tampoco le gustó nunca el agua.
Era media tarde, “Sultán” seguía indagando con su mirada, como diciéndome: “Si quieres, no salimos. Me echo en la alfombrilla y a ver la tele”. Era la hora en que Aurora se había peinado y lavado la cara, se ponía los zapatos y cogía el bolso donde echaba las llaves y el monedero. Juntos paseábamos por las calles del barrio y me ponía al día de los asuntos del vecindario. Teresa seguía de enfados con su hijo, que estaba otra vez en paro. Matilde, por el contrario, bregaba día tras día, con sus dos nietos, mientras su nuera trabajaba en la calle. El de frente, que vivía arriba de la mercería de Amparo, no hacía más que entrar y salir de la taberna de Cristóbal; el tendero le había dado una cebolla picada y había tenido que bajar a que se la cambiara. “¿Qué tal te ha ido a ti en el trabajo?” “¡Mujer, como siempre: bien!” - respondía sin alegrías. Si veía a un vendedor de cupones pasaba cerca y exclamaba: ¡Uy, que número más bonito! A Aurora le gustaba que terminara en 4. Fue el día de nuestra boda.
En un cajón del armario del cuarto chico se guardaban las fotos de la boda. Nunca compramos aquel álbum donde pensábamos guardar las fotos antiguas. Luego, no hubo muchas más fotos en nuestra vida. Tal vez, alguna boda de los sobrinos o aquella inauguración en la fábrica, o mi paso por el cuartel durante el servicio militar. Nunca tuve valor para volver a ver aquellas fotos desde que Aurora enfermó. El cuarto chico era el sitio donde apenas entraba. Lo habíamos destinado a ese hijo que nunca llegó, y su cama solamente la ocupó la madre de Aurora, cuando venía del pueblo a visitar al médico.
La vida de casado fue bien. Nos marchamos a vivir, después de la boda, a un piso en alquiler. Luego, pudimos dar una entrada y al final fuimos a firmar la escritura de un nuevo piso, ya propiedad de Aurora y mío, en esta barriada cercana a la fábrica. Poco a poco, fui ascendiendo en las distintas secciones del taller hasta llegar a jefe del parque de maquinaria móvil y vehículos. Pero, Aurora empezó a languidecer. El hijo que deseaba no llegaba, y ni siquiera los médicos que visitamos encontraron un camino eficaz para su embarazo. Al final, desistimos: solo los dos teníamos que seguir viviendo. Al final, llegaron algunos animales para rellenar nuestro hogar. Nos regalaron un par de canarios y más tarde, llegó “Sultán”. Aurora lo bañaba, lo secaba y lo peinaba. Hablaba con él durante todo el día y hasta llegaba a preguntarle: “¡Ay Sultán! ¿Qué pongo hoy de almuerzo?”
Un día, al llegar de la fábrica, la encontré llorando. Sospechaba que aquello abultado sería algo malo. Cuando acudimos al médico, empezaron las pruebas, los análisis, las esperas, nuevas pruebas... Al final, la metástasis se había apoderado de sus entrañas. Aurora se quejaba de que su pecho no habían podido amamantar al hijo deseado y sí había sido la causa de su peor mal. Las últimas semanas las pasamos en el hospital, donde Aurora no cesaba de repetirme: “Te voy a dejar solo”, mientras corrían las lágrimas por su rostro.
-“¿Sabes que te digo, Sultán? ¡Que vamos a echarnos a la calle y como tú ya has comido, me tomo una cerveza y alguna tapa en el bar y ya hemos hecho la cena” -
Eso era casi todos los días: salir a pasear con “Sultán”, comprar alguna cosilla y tomarse algo con los demás viejos en un bar o en otro, dependiendo de donde hubiera más gente. Las noches casi todas eran una larga vigilia. Me resistía a tomar somníferos y el mejor rato de sueño era después del almuerzo, mientras daban las noticias del mundo en los informativos de la televisión. Nos íbamos haciendo viejos y “Sultán” ya tenía dolores y achaques. Tenía que llevarlo al veterinario. Cada semana le costaba más caminar, igual que me ocurría a mí. El veterinario diagnosticó lo poco que le quedaba de vida, y aconsejó que lo mejor era dejarlo en una perrera, donde me garantizó que le acortarían la poca vida que le quedaba y así sufriría menos. Evitaría de este modo tener que presenciar su muerte en mi propia casa. Tres días estuvimos mirándonos el uno al otro. “Sultán” siempre con la pregunta en su mirada, parecía que me pidiera una decisión, como se me dijera: “¿Qué vas a hacer conmigo? Un día lo cogí y lentamente caminamos hacía la consulta del veterinario.
- “Haga lo que sea mejor para él” – le dije. Un empleado lo llevó a una furgoneta, y lo metió dentro. Luego tomó la dirección de la perrera donde acabarían con él. Desde el cristal de la furgoneta, “Sultán” me dirigió las últimas miradas mientras el auto se perdía de vista, envuelto mis ojos en nubes de penas.
La casa ahora era aún mas hueca, ya no me miraba nadie. Sentía el vacío de los últimos meses en la fábrica. Mis manos ya no tenían la agilidad de antes y la artrosis empezó a hacer mella entre mis dedos. Crujían los codos y empezó a preocuparme ciertos dolores de espalda cuando se unían el esfuerzo de levantar algo pesado y el frío húmedo de los días de invierno. La informática trajo sistemas nuevos de trabajo, hasta el almacén se dirigía a través de archivos que había que leer y operar desde aquella pequeña pantalla. Gente más joven empezaron a hacerse imprescindible. Solo, de vez en cuando, cuando surgía un problema de fondo, mi experiencia cobraba valor. Pero, no nos engañemos: los tiempos estaban cambiando a gran velocidad, y yo me hacía cada vez más viejo. La muerte de Aurora, y su enfermedad, me habían marcado irremediablemente. A veces, me parecía leer entre labios las opiniones de los jefes: ¡Ya le queda poco tiempo! ¡No vamos a nombrar un nuevo jefe ahora! ¡Podría ser un golpe después de lo que ha sufrido!
La casa se me hacía cada vez más penosa. Echarme a la calle me costaba cada vez más y los programas de la televisión parecían hechos para gente más jóvenes. Pero, a veces, me asfixiaba el aire de la casa. Allí estaban todos mis recuerdos. A veces veía allí a Aurora, aún sentada en su butaca acariciando a “Sultán”. ¡Cómo quería al perrillo! Ahora, cada día voy comiendo menos. He perdido las ganas de tragar y nada me atrae el apetito.
Hoy me he echado en la cama, con el temor constante al insomnio. Sin embargo, he sentido una sensación que hace mucho tiempo que no experimentaba en mi cuerpo: de pronto me he sentido relajado y feliz. No sentía nada así desde que era joven, cuando sin hacer nada me sentía especialmente dichoso. Las imágenes se vuelven nítidas en mi memoria a pesar de los años transcurridos.
Veo la huerta de padre, con el suelo cargado de verdes hortalizas y los árboles de frutas. Aquella higuera olorosa y fresca, y mis hermanitos corriendo bajo la mirada vigilante de mi madre, con el delantal permanentemente puesto, desde la ventana de la cocina preparando nuestra comida y lavando nuestras ropas. Veo la vieja escuela de don Alberto, tan estirado y al cura, con su descolorida sotana y su cigarro en la mano. Parece que huelo los leños que ardían en la chimenea, el caldero de agua caliente dispuesto para lavar las sábanas de nuestras camas, el aroma de aquellas manzanas que mis padres recogían de los tiernos árboles de la huerta.
¿Será cierto que hay un mundo más allá de las estrellas, donde están Aurora, mis padres, mis hermanos y los hijos que no nunca tuve?
Todo recobra una especial intensidad. Tengo los recuerdos frescos como si acabaran de acontecer. Y hasta una luz especial, intensa y rojiza, como aquellas tardes en que el sol se abría huecos entre las nubes de otoño. La luz que cada vez se hace más fuerte y aumenta a cada momento, la intensidad de su color pardo y rojo. Ahora se hace blanca, una luz clara que parece que ciega.
Siento firmemente una extraña sensación y sin embargo, soy tremendamente feliz. Voy en busca de Aurora, de mis padres, de mis hermanitos corriendo delante de mí, y veo a “Sultán” a mi lado, caminando y mirándome a los ojos. Esa misma mirada que me trajo los recuerdos de aquellos días.
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