- ¡No sé quién dice que aquí estamos acostumbrados a la calor- decía Matilde a su vecina en plena calle De las Huertas, mientras Roque, su marido, esperaba la hora de la cena, sentado en el umbral de su vivienda, una de las bajitas casas que componían la acera del grupo de protección oficial.
A pesar de que cada estío las temperaturas rondaban y sobrepasaban los 40º cada tarde los vecinos salían a sus puertas con la esperanza de recibir un soplo de aire, que la mayoría de las noches se les negaba. Matilde y sus vecinos se ahogaban casi materialmente dentro de sus escuetas viviendas, y aún en plena madrugada las paredes seguían desprendiendo el calor acumulado durante las silentes horas que seguían al almuerzo.
Roque encendía un cigarrillo y exhalaba el blanco humo por su nariz, mientras pasaba los dedos por su cuello arrugado y húmedo. Esperanza, la vecina que salía también cada tarde a la puerta, sacaba un sillón de balancín azul con asiento de enea, y se arrojaba materialmente sobre él, siempre mirando hacia la puerta de su vivienda.
- ¿Quién se va a acostumbrar a esto, por Dios? ¡Vaya día que ha hecho hoy! Y en la cocina....¿se puede estar, Matilde? Hoy Jesús se va a cenar un gazpacho, que me sobró del mediodía, y dos tajás de melón. Por las noches ¡si come menos, duerme mejor! – argumentaba Esperanza
Roque seguía mirando las fachadas de las casas de enfrente, y consumía su cigarro, esperando que fuera más de noche y acudir a la taberna del Leocadío, en busca de un vaso de vino y un poco de charla. La vida en El Tejar era poco más que eso: campesinos que salían temprano a sus tierras y huertos, antes de que el sol empezara a ser insoportable y el resto del día a esperar la noche para dormir, si el calor dejaba descansar los cuerpos y acariciar alguna ilusión, como la de tener un nieto, la vuelta de vacaciones de un hijo que emigró a la ciudad, el casamiento sencillo y humilde de una hija...
El pueblo era un poco más, y no mucho más. Un Ayuntamiento de Centro Social, sin mucha ideología, donde los cargos se soportaban por obediencia a unos dirigentes provinciales, unos pequeños tenderos, una barbería o peluquería, que seguía igual que hace siglos, una pequeña botica, con tarros de cerámica, una iglesia pequeña sin estilo indefinido y una ermita a dos kilómetros del pueblo, donde se daba culto al Santo Patrón, San Lorenzo.
Días antes del 10 de agosto de cada año, la imagen del santo, con su parrilla incluida, bajaba hasta la iglesia, donde el párroco don Genaro, rezaba un triduo, con los mismos cánticos de siempre, y donde doña Carmen, la mujer del boticario, aprovechaba para realzar su condición de dama distinguida de la localidad y se encargaba de leer los salmos, hacer las rogativas, pasar la cesta petitoria y todo lo que pudiera realizar, antes que dejar que la mujer del Alcalde pudiera tener su parte en los cultos divinos.
Un bar, con una vieja máquina de café, en un extremo del solar principal del pueblo, donde se levantaba la iglesia, y que llamaban plaza de San Lorenzo, era el centro de la vida social. Aparte de ello, unas cuantas tabernas daban salida al vino de cada vendimia anterior.
Jorge, el dueño del mayor comercio del pueblo, vendía todo lo que el pueblo pudiera necesitar: cosas de casa, de labranza, ferretería, artículos de limpieza... y hasta el despacho de loterías y apuestas del Estado, ya que en una habitación contigua, con puerta independiente a la calle, apilaba paquetes de cigarrillos: Era el único estanco del pueblo. No era Jorge ningún ricachón, pero tenía lo suficiente para enviar a su hijo a estudiar a la capital, aprovechando que allí vivía una hermana, a la que a cambio de dar alojamiento y alimentos a su hijo Carlos, percibía regalos consistentes en billetes de lotería, tabaco y algún producto de su tienda. Carlos tenía ya 19 años, y los veranos los pasaba en el pueblo. Chico lo suficientemente despierto para darse cuenta de que en el pueblo no había provenir y que la ciudad brindaba mejor vida.
La luz cegadora del día se hacía cada vez menos intensa y las pocas lámparas del alumbrado público iban cobrando protagonismo y utilidad. Las sombras iban cercando al pueblo, ya sus calles, polvorientas o empedradas, no daban al campo, ni a la arboleda de olivos retorcidos. Estas calles solo desembocaban en la oscuridad de los campos, y así el pueblo se hacía más cerrado y sus gentes más encerradas entre aquellas plazoletas descuidadas y esas calles sofocantes, por donde apenas caminaba un soplo de brisa nocturna.
En el bar de la plaza de la iglesia, don Genaro el cura, abandonaba su sotana y se subía a la moda de la camisa seglar, para compartir con el viejo boticario un vaso de cerveza y algo de charla.
- ¿Qué tal el día, don Genaro? – preguntaba don Luis
- Pues, como todos, ya se acercan las fiestas, la procesión, la función, la romería y todas esas cosas, por lo demás… aquí no suelen pasar grandes cosas, ¡y mejor así, eh! Para como está el mundo, no es mala cosa la tranquilidad.
- Peor es la guerra que la tranquilidad, o la paz. Lo que es una lástima es la poca vida que se respira aquí, quiero decir que el pueblo está…
- Sí, ya sé lo que me va a decir: que hace falta dinero para levantar este pueblo.
- Si la gente tuviera dinero tendría algo en que pensar… Al menos tendría que pensar en que gastarlo, ¿no?
- Indudablemente, pero eso conllevaría que hacer con los hijos, con el campo…
- Y con la emigración. Nos estamos quedando solo los viejos aquí. Son los mejores clientes de la botica, ja,ja,ja… A ver como se presentan las fiestas este año.
- Este año, tendremos las lágrimas de San Lorenzo ¿saldrá al campo para ver la lluvia de meteoros?
- Está demasiado oscuro, don Genaro, y temo un tropezón, aunque espero que la gente que pueda siga esa tradición de esperar la madrugada observando el cielo, y esperando un deseo.
- Y del viejo profesor ¿Qué sabe usted?
- Sale poco, pero suele hacer las compras muy de mañana y luego dicen que es quién hace las faenas del hogar. Su mujer tiene una mala enfermedad y se levanta tarde. Dicen que por las noches suele quedarse en la azotea leyendo y que el profesor incluso se acuesta antes y ella sigue sentada en su sillón hasta cerca del amanecer.
- ¡Por qué eligió este pueblo? Ellos no son de aquí. Dicen que son de un pueblo lejano, de otra región, al menos él. Ella no se sabe de donde es. El viejo profesor se ha desraizado de su sitio, y su familia… Creo que no conserva buenos recuerdos de su tierra natal. Puede que haya sido por acontecimientos de la guerra civil.
Carlos, el hijo del tendero veía una película de la televisión en el patio de la casa paterna, junto a su amigo Ricardo, éste de una familia de un pequeño terrateniente, que contaba con ganado, trigales y varias hectáreas de viñedos cuyos frutos encerraba en una vieja bodega del pueblo.
- ¿Iremos al campo para San Lorenzo?- indagaba Ricardo
- ¿Al campo? Daría mi sangre por estar en la playa.
- Junto a Rosario, la maestra. ¿Volverá este curso?
- Cuando ella vuelva yo me iré a la universidad, nuestros caminos se cruzan. Al menos en vacaciones podríamos estar juntos, en esa playa donde se puede respirar, o estar tendidos sobre la arena…
- ¿Sabes si se quedará los fines de semana en el pueblo?
- No creo, en cuanto terminen las clases los viernes se volverá a la capital. Y en cuanto pueda participar en un concurso de traslado, lo hará. ¿Quién va querer estar en este cementerio?
- Nos hace falta un coche, a ver como le meto a mi padre que me pague las clases para sacar el carnet de conducir…
- Lo ideal sería una caravana. Podríamos irnos a la playa y aparcar en el camping que tiene mucho turismo y salir por la noche a tomarnos unas copas por el paseo marítimo. Seguro que Rosario estará por allí.
- Te tendrás que conformar con ir a ver las perseidas con Virginia ¿te ha invitado ya?
- Sí, y con sus padres al lado, y la madre que lleva una tortilla de patatas y una fuente de chuletas empanadas… No me interesa ese plan, ni Virginia tampoco. Va buscando un novio y su padre un yerno que le garantice ascendencia y asistencia para la vejez. Mi futuro está en la ciudad, un bufete y un apartamento en la playa para el verano.
- Bueno, va a empezar la película, a ver que tal.
Los primeros clientes iban llegando a la acera, delante de la taberna de Leocadio. Los jornaleros se acercaban al mostrador de la taberna y cogían medias botellas de vino y un plato con unas aceitunas, y se iban sentando junto a unos veladores en la acera.
- Hay quienes ni siquiera vienen a la taberna. – señala Enrique un experto labriego del que todos sabían era un militante del sindicato del campo y miembro del partido comunista provincial.
Nadie tenía mucho interés por seguirle la conversación. Al cabo de unos segundos, Enrique seguía hablando en voz alta.
- No hay dinero ni para tomarse un vaso de vino, mientras el alcalde está pensando en la romería del cura.
- ¿Qué se sabe del profesor que tiene la mujer enferma en la calle Quevedo?- preguntaba un vecino
- Se sabe poco, pero tampoco molesta, no se mete con nadie…. –afirmaba otro.
- En el sindicato sospechan que es un antiguo falangista. No quiere aparecer por su pueblo y se ha venido a vivir aquí-
- No será por el clima –
- Esto es seco pero se vive en paz- seguían opinando los parroquianos.
- ¡Se vive adormecido! Si hubieran ganas de progreso no tendríamos tanta “paz” como tenemos ahora, para bien de los terratenientes, que no quieren oír hablar de reforma agraria.
- La otra mañana andaba ese viejo profesor que decís por el cementerio… Y no tiene a nadie enterrado aquí, que se sepa- irrumpió otro parroquiano en la conversación.
- ¿Y si tuviera alguien ahí? ¡A tontas y a locas no viene nadie aquí, al fin del mundo – sospechaba Enrique
- ¿En el cementerio? ¡Estaría buscando un sitio donde enterrar a su mujer! ¿No dicen que está tan mal?
A los pocos días se había extendido la noticia de que ya se veían las perseidas en las noches de agosto, y poco a poco, algunos vecinos se acercaban al campo, a los viejos alcores más próximos al pueblo. Algunos con sus ciclomotores, otros con linternas. Noches después, docenas de gente con canastos llenos de botellas de vino y comestibles hacían de aquel acontecimiento natural un motivo de fiesta. El calor del pueblo y la proximidad de San Lorenzo iban entonando las ganas de diversión. Abajo, en el centro de El Tejar, algunos largos palos clavados en el suelo de la plaza de la iglesia servían para sostener cables de donde pendían banderitas de papel, que al amanecer se rizaban con el aire fresco del alba.
Los padres de Virginia llevaban la furgoneta al camino, allí donde más cerca podía para subir hasta la loma del pinar. El lugar estaba oscuro pero nadie se atrevía a perderse de la mirada de los demás. Nadie llevaba luces que impidieran ver el cielo inmenso de la noche, por donde corría alguna luz fugaz, algún meteoro que hacía su entrada en la atmósfera del planeta. Los padres de Carlos compartían reunión, donde se intercambiaban trozos de carne empanada y algún vaso de refresco.
Virginia se había sentado junto a Carlos, pero lo hacía tan cerca que, en la semioscuridad, notaba que las caderas de Virginia se adosaban a las suyas, y de vez en cuando, las manos de la chica rozaban las piernas de Carlos, con motivo de alguna conversación o un gesto descuidado.
- ¿No habrá por aquí ningún bicho? – le preguntaba la chica- ¡Me parece que me ha picado algo en la pierna!
Virginia sentada en una manta en el suelo, levantaba un poco sus faldas y se rascaba despacio el muslo más cercano a Carlos, que ya sabía las intenciones de la vecina.
- ¿Has visto? ¡Es una estrella fugaz! ¿No la has visto? – insistía Virginia- ¿Qué deseo vas a pedir tú? ¡Dímelo!
- ¡Tú crees que esa estrella me va a conceder lo que quiero, está muy lejos para oírme!
Cuando ya los padres anunciaron la retirada, recogieron los bártulos y las mantas. Todavía Virginia aprovechó los descuidos simulados para tropezar con el cuerpo de Carlos, que notaba los pechos tiernos de su amiga posarse sobre sus brazos. Cuando estaban cerca de la furgoneta un barullo de gente bajaba alarmada por el camino. Más cerca ya, Carlos vio que llevaban un cuerpo humano sujeto por varios hombres.
- Es Jacinto, el hijo de Benedicta, se ha caído de un árbol y creemos que se ha roto un brazo.
El padre de Virginia ofreció la furgoneta y lo subieron en ella. Carlos acompañó, con varios familiares más, a su padre y se dirigieron a la casa del médico. Aparcada en la puerta de don Manuel, el médico rural, llamaron a la puerta. Nadie contestaba, parecía que no había nadie en casa. El chico se quejaba del dolor en el brazo, los familiares se revolvían nerviosos, algunos vecinos salían a la calle.
- ¿Habéis visto al médico?
- ¡Creo que salió hace ya más de una hora, yo no lo he visto llegar! – afirmaba una vecina, mientras el coro de curiosos se hacía mayor.
Frente, una puerta se abría y salía a la calle el viejo profesor, como le conocían en el pueblo.
- ¿Es alguno de ustedes familiar del chico? Preguntó acercándose al grupo
- Yo soy su padre.
- El médico parece que no está, si usted quiere puede meterlo en mi casa, buscaremos algún remedio mientras viene el doctor.
- Muchas gracias. Vamos adentro.
Ya en el interior sentaron al chico dolorido mientras solo algunos parientes entraban hasta el salón de la casa del viejo profesor. Una vez allí, el hospitalario profesor observó el brazo del muchacho. Sacó algunos frascos de un cajón, algodones y gasas y empezó a lavarle con esmero y cuidado el brazo ensangrentado.
- Es importante desinfectar estas heridas antes de que haya una infección. ¿Cómo ha sido? – preguntaba mientras repartía con el algodón impregnado un liquido oscuro y denso sobre las heridas.
- Se subió a un árbol para ver las estrellas fugaces y se cayó
- ¡Vaya, no por subirse a nada se ve mejor el cielo, lo importante es tener espacio libre! ¡Puede que tenga roto algún hueso! El doctor lo podrá confirmar ¿saben si lo han encontrado ya?.
- ¿Al médico? No, se han quedado algunos ahí fuera para esperarle, otros se han acercado a la plaza o a los caminos de las lomas.
- Tendremos que entablillarle el brazo – dijo el profesor- así, inmovilizado, impediremos que sufra.
- Haga lo que crea usted mejor – respondió el padre, viendo que nadie encontraba al médico.
- No se preocupe: yo también soy médico – confesó el profesor, mientras cogía unas tablillas de otro de sus cajones y unos rollos de venda blanca.
Ante el asombro de los presentes, el viejo profesor, que resultó ser médico, hacía un excelente y pulcro trabajo en el brazo del muchacho, al que se le veía más calmado. Después de terminar el vendaje, buscó un pañuelo grande, hizo un nudo y lo pasó por la cabeza del herido, haciendo descansar el brazo entablillado sobre la tela que colgada de su cuello. Se dirigió a la cocina y trajo un vaso de agua, luego sacó un tubo de calmante y ofreció al muchacho un comprimido y el vaso con el agua.
- Es solo un calmante, para que te relajes –
El médico titular seguía sin aparecer y todos se marcharon a sus casas, quedando solo un retén sentado en el umbral de la casa de aquel. Al día siguiente, el médico visitaba al muchacho y quedaba impresionado con el trabajo realizado la noche anterior. Corrió por el pueblo la noticia y cada vez se iban transformando los hechos. A los pocos días, el alcalde, el cura, el farmacéutico y el médico decidieron hacerle una visita al viejo doctor para ponerse a su disposición y darle la bienvenida al pueblo.
El primero fue el médico titular quién cruzó la calle una tarde para darle las gracias por el trabajo realizado y como colega, entablar una profesional relación, además de vecinal. El viejo doctor le invitó a entrar y ambos se sentaron:
- Agradezco su visita, doctor, hace tiempo que no ejerzo la medicina, pero algo queda de la práctica. Fui traumatólogo algún tiempo en el hospital del Carmen, en la capital ¿lo conoce?
- Sí alguna vez he estado por allí, mi carrera ha sido siempre rural: de pueblo en pueblo, sí señor.
- No le he dicho mi nombre, soy Elías Hierro. Su nombre ya lo sé, veo la placa de su puerta cada mañana.
- Es usted casado según me dicen.
- Efectivamente, perdone que no baje mi esposa. Está enferma, sufre un estado depresivo agudo.
- ¡Vaya, lo siento! ¿No tienen ustedes hijos?.
- No, no tuvimos hijos. Siempre estuvimos solos los dos.
- No creo que eligiera este pueblo por sus encantos, además el clima es bastante caluroso.
- Es tranquilo y además, dentro de unos días, tal vez nos vayamos a un balneario de la sierra, donde corre la brisa entre una hermosa arboleda, que da buena sombra y es relajante.
- Prométame que nos visitará un día, quiero que conozca a mi esposa.
- Se lo agradezco mucho, doctor, pero no puedo dejar sola a mi esposa, que como comprenderá no puede acompañarme. Preséntele mis respetos a su esposa, a la que espero conocer en cualquier otro momento.
- El alcalde, el párroco y tal vez, el boticario desean visitarle una tarde.
- De momento pensamos marcharnos al balneario. A la vuelta, asistiré un día al bar de la plaza y podremos conocernos. Las visitas hacen sufrir a mi esposa, se siente más inquieta. Espero que sean ustedes comprensivo con mi estado y mi situación.
La vida seguía su rumbo en el pueblo. Un día antes de San Lorenzo la mayoría de sus habitantes se desplazaron con insignias a la ermita del Santo, de allí una procesión acercaba la imagen del Patrón al pueblo, en una ceremonia tradicional, repetida durante siglos. Los hombres portando las andas. Las mujeres detrás entonando cánticos tristes y desentonados. Varios músicos venidos de un pueblo cercano hacían sonar, de vez en cuando, sus instrumentos de vientos, detrás del concurrido grupo de piadosas de la localidad.
En la plaza del pueblo colocaban mesas y sillas, y el dueño del bar colocaba un gran mostrador y varios camareros servían jarras de cervezas y llamativas botellas de refrescos, con algunos platos de carnes o frituras de pescado. Los músicos se subían a un improvisado escenario hechos de tablones sobre cajas de madera, de las que servían para transportar las botellas de bebidas, y tocaban pasodobles taurinos, mientras los críos correteaban entre los bancos de hierro y madera de la plaza.
- ¿Habéis visto a Virginita con un vestido nuevo? ¿Qué pasa Carlitos, no te animas? – decía uno, mientras todos le reían la gracia, en el fondo deseosos de poder tenerla para sí.
Enrique, el sindicalista, se mantenía lejos de la plaza, sobre una silla en la esquina del bar divisaba todo bajo su peculiar mirada.
- ¡Aquí tenemos al pueblo haciéndole la fiesta al cura! Y el alcalde: ¡que buena orquesta nos ha traído! ¡Seguro que no nos dará una cena para que algunos se vayan con el estómago entretenido a la cama!
Pasaban los días y el cura comentaba con el boticario como aún no se había marchado el viejo doctor y tampoco había venido por el bar a conocerles.
- ¡Pero entonces no es profesor, sino médico!- manifestaba dubitativo el farmacéutico.
A los pocos días Elías Hierro se presentaba de improviso en el ayuntamiento, a sabiendas que el alcalde se encontraba allí. Pidió a un funcionario ser recibido y el alcalde hasta aumentó su nerviosismo al saber que estaba en la puerta esperando ser recibido. El alcalde se puso en pié y acudió a recibirle.
- ¡Pase, por favor! – dijo, extendiendo la mano.
- Soy Elías Hierro, un nuevo vecino de su municipio.
- Ya sabía que vivía entre nosotros, e incluso que había ayudado al muchacho la otra noche, pero siéntese, por favor. ¿Se siente a gusto en nuestro pueblo?
- Sí, llevo poco tiempo, aún la casa es alquilada. Tal vez compre algo por aquí. Me gustaría algo en pleno campo, pero no conozco bien los alrededores.
- Si ha venido para interesarse por alguna finca, estaré gustoso en ayudarle. ¡Claro, tendré que saber sus preferencias y sobre que coste estaríamos hablando! No será difícil encontrar alguna casita en el campo. ¿Le gustaría cultivar una huerta, tal vez?
- La cuestión es más enrevesada. Mi esposa es descendiente de este pueblo, sus padres se exiliaron en tiempos de la guerra. Pertenecían al bando republicano y abandonaron este país para desterrarse a Francia. Sus apellidos eran Figueroa del Valle.
- Hace ya años que decidimos dar “carpetazo” a la guerra civil, y empezar a caminar hacia delante, dejando todo ya en manos de la democracia y la Monarquía. Empezar a desempolvar asuntos de aquella época no es grata tarea en este municipio. La verdad es que no recuerdo ese nombre. ¿A que se dedicaba?
- Era agricultor, tenían algunas tierras y mi esposa me dijo que recordaba un pequeño molino donde molían aceitunas. Nosotros llegamos a España hace ya unos años, pero vivíamos en el norte, en un pueblecito de Cantabria llamado Liendo. Ahora hemos decidido venir hasta aquí para saber algo de las propiedades de mis difuntos suegros.
- Hay algunos molinos por aquí, unos cinco, o seis. ¡Claro que pueden haber sido modificados y hoy ser otra cosa distinta! Tendría que decirme el nombre de la calle, al menos.
- Mi esposa no recuerda el nombre de la calle, pero era un nombre propio, con dos apellidos de un varón, pero nada que ver con personajes célebres de España. Tampoco en el Registro de la Propiedad hemos encontrado nada que nos aclare la situación de aquellos bienes.
- Haremos una relación de los molinos existentes y los nombres de las calles, sobre las tierras es aún más difícil su localización. Le tendremos informados cuando tengamos algún dato, y procuré aportar algún recuerdo más para ayudar en este empeño.
- Muchas gracias, espero sus noticias y encantado de haberle conocido.
De regreso a casa, Elías se cruzó con el chico del brazo roto. Ambos se saludaron, el chico era simpático y agradeció al doctor haberle atendido aquella noche. Había una sombra frondosa y Elías se paró con el chico.
- El médico me mandó al ambulatorio de San Cristóbal y me han puesto este yeso, tendré que ir dentro de un mes para hacerme radiografía.
- Estarás bien dentro de poco, pero hay que tener cuidado. ¿Estás estudiando?
- Iré al Instituto de Villanueva el año que viene, y después ya veremos.
- Hay que trabajar duro y encontrar una profesión. Yo fui maestro, luego hice la carrera de medicina. ¡Ay, me quería comer el mundo! ¡Todos deberíamos aspirar a lo más alto, aunque a mí también el vértigo me cegó y caí de bruces!
- ¿Usted también se cayó de un…? – indagó extrañado el chico.
- ¡No, de un árbol no! Mi caída fue de la profesión. Tuve que abandonar el hospital donde trabajaba en Francia y abrir una consulta en mi domicilio. Mi mujer necesitaba alguien cerca y se me acabaron los sueños y los proyectos. Pero, tú tendrás otra suerte. Todo te irá bien, pero estudia mucho. Adiós y que te repongas pronto.
Se dio cuenta de que el chico escuchaba con cara de no comprender lo que el narraba, así que el viejo doctor y profesor caminó cabizbajo por la calle en dirección a su casa, mientras recordaba aquellos años en que aspiraba a triunfar en la medicina, pero también en la sociedad. Volver a su tierra y poder ser envidiados por sus amigos y vecinos. Ser una persona importante: que nadie, socialmente, pudiera rechazar ni menospreciar. La enfermedad de su esposa le hizo caer también de ese “árbol” como el chico del brazo escayolado, y alguna vez pensó si aquello no había sido un castigo divino por su presunción.
Se acordó que le hacían falta algunas cosas para la casa y entró en la tienda de Jorge, el padre de Carlos, que en aquellos momentos se encontraba solo detrás del mostrador. Elías Hierro se interesó por algunos productos.
- Perdone usted, pero mi padre ha salido a una gestión en el banco. Si puede esperar, yo soy estudiante y no conozco el negocio totalmente.
- Esperaré unos minutos, mientras que ojeo por aquí. ¿Me has dicho que estudias qué?
- No se lo he dicho. El curso que viene entraré en la Universidad, en Derecho- respondió Carlos
- O sea que abandonas el pueblo. Yo sin embargo, hago lo contrario: arribo al pueblo.
- ¿Qué le hace vivir aquí? Es un sitio que no tiene ningún atractivo, ni…
- En realidad, busco información. Los ascendientes de mi esposa eran de aquí, pero se marcharon cuando la guerra civil. Tenían algunas propiedades…
- Buenos días – dijo Jorge que acaba de entrar en la tienda- ¿le atiende ya mi hijo?
- Papá, este señor vive ahora entre nosotros y quiere información sobre la familia de su esposa ¿podrías ayudarle? Tú conoces a todos aquí.
- Le ayudaré con mucho gusto.
- Gracias. La familia de mi esposa vivieron a aquí antes del exilio: el padre era Ramón Figueroa del Valle.
- Yo era un crio en aquella época, sin embargo, oí a mis padres hablar de don Ramón Figueroa. Le recuerdo perfectamente. Creo que tenía un molino de aceitunas que nos abastecía de aceite a esta tienda.
- ¿Sabe que fue de ese molino?
- Sí, hoy es el ayuntamiento. El padre del actual alcalde era el propietario de ese molino y según creo lo vendió al pueblo para construir las Casas Consistoriales que quedaron destruidas durante la guerra.
- También tenían tierras y supongo que vivirían en alguna casa. No me ha sido posible encontrar ningún documento en el Registro de la Propiedad.
- Eso ya es más difícil, las tierras cayeron en manos de los terratenientes cuando Franco dio el Golpe de Estado, pero de eso quién más sabe es el suegro de Damián, que todavía vive, que fue funcionario del ayuntamiento toda la vida.
- ¿Dónde puedo encontrarle?
- Mi hijo le acompañará.
Elías y Carlos llegaron a una casa cercana a la iglesia. Damián López de León vivía con una hija, casada con Enrique, el sindicalista del campo. Después de los prolegómenos, Damián confesó ser de izquierdas y a pesar de ello le permitieron quedarse en el ayuntamiento, tuvo por ello que callar muchas cosas.
- Durante años he pretendido olvidarlo todo, por mantener el puesto y el sueldo. Los falangistas sabían que era más útil por mi conocimiento del trabajo y por que nada como el empleo allí podría mantener mi silencio.
- Vengo buscando información de mi suegro, vivía aquí y fue desterrado a Francia: Ramón Figueroa del Valle.
- Le recuerdo, era del partido comunista y amigo de mi padre. Buen hombre, idealista y muy solidario con los humildes.
- Tenía casa, tierras y un molino, que dicen es hoy el solar donde se levanta el ayuntamiento.
- Algunas tierras fueron expropiadas por la Reforma Agraria de la II República. Al estallar el Golpe de Estado y huir algunos vecinos, las posesiones de los exiliados se incluyeron entre las tierras que habían sido expropiadas por la Reforma. No recuerdo que las propiedades de su suegro fueran adquiridas por adjudicaciones del Gobierno de la II República. Creo que eran de la familia de toda la vida. Lo cierto es que el gobierno militar de Franco dictaron dos órdenes en 1939 y 1940, que devolvía a sus antiguos propietarios estas tierras. En realidad, solo unas pocas hectáreas de los alrededores se devolvieron por vía de la Dirección General de Reforma Económica y Social de la Tierra. El resto, fueron ocupadas sin ningún control del Estado, y sin apoyarse en ninguna regulación legal. Junto a esas tierras agrícolas, se apropiaron de instalaciones, medios de producción, ganados, cosechas… Muchos oficiales del Ejército ocuparon tierras y ganaron mucho dinero con ellas.
- ¿El padre del actual alcalde entre ellos?
- Fue alcalde muchos años en el periodo franquista, y dejó una gran herencia a sus hijos, y al parecer también los deseos de mando. Debo decirle que las rentas de la tierra subieron aún más que los beneficios empresariales, y por supuesto, más que los salarios que se redujeron drásticamente. No podría decirle ahora mismo si la casa de su suegro y las tierras se las quedó el alcalde, pero sí que tengo en mi mente con claridad aquel molino, a donde iba con mi padre, al que le gustaba charlar con su amigo Ramón, su suegro, según me dice usted.
- Muchas gracias, no quiero cansarle más. Me iré pronto de este sitio. Ya nada me retiene aquí.
Elías emprendió de nuevo el camino hacia su casa. Cuando llegó recogió todo lo que pudo y por la tarde avisó al dueño de la casa que habitaba que dejaba el alquiler y se iba al balneario, donde descansaría de aquel pueblo y de sus altas temperaturas.
Aquella tarde San Lorenzo salía en procesión por las calles del pueblo. El cura, el alcalde, el farmacéutico, las esposas de éstos últimos, y un grupo de devotas señoras, acompañaban la procesión mientras la música entonaba una marcha irreconocible. Por las aceras, sentados en los umbrales, o en las puertas de las tabernas, los jornaleros esperaban el paso pero de una noche más. Carlos soñaba con el otoño próximo y Virginia estrenaba un vestido nuevo y una sonrisa eterna.
Aquella noche la lluvia de meteoros cesó y las guirnaldas y las luces de la plaza ocultaron a las estrellas.
Manolo Rodríguez Bueno
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