martes, 17 de enero de 2012

EL RÍO DONDE VENCIMOS AL DRAGÓN

El paisaje, cuando es bello, siempre ha sido evocado. La contemplación de la belleza ecológica ha sido una constante inspiradora en la literatura y una fuente de sensaciones espirituales en gran medida. También hay otros paisajes: los que conforman el escenario de nuestras vivencias. Quizás, estos últimos, no sean ejemplos de paraísos naturales pero tienen ese sentimiento de arraigo por ser la tierra, el barrio, la calle… de tus recuerdos entrañables de niño. En este caso, amigos lectores, el río Tinto es un paisaje bello, original, muy distinto a todos los demás ríos y, en mi caso, el escenario de momentos asidos a lo más hondo de la masa sentimental. Este río discurre a pocos kilómetros de la ciudad de mi nacimiento, lo que de siempre nos permitió su acceso sobre la bicicleta juvenil.
Por allí, en sus orillas de bronce, vencimos al temible dragón bicéfalo, que tenía prisioneras en el castillo a las cuatro princesas, que habían hecho sus melenas de hilos de sol. Desde entonces, y desde aquel día en que nuestra imaginación debeló al monstruo de fuego sobre las aguas del río, éstas se tornaron de rojo, naturalmente por la abundante sangre derramada. Los que no dieron crédito a tan épica batalla dijeron algo muy distinto. De todas maneras, un río rojo, como una enorme lengua del mejor vino, corría entre las piedras y entre aquellos castillos, que algunos dicen que eran solo molinos. ¡Acérquense por la provincia más al SW de nuestra nación, asómense y vean sus rostros enrojecidos en el caudal del Tinto! 
Nace en la provincia de Huelva, en lo que los entendidos llaman Sierra de Padre Caro, en el término de Minas de Río Tinto, pueblo que ya de por sí nos trae a la mente actividades mineras antiguas. A él afluyen otros ríos más pequeños, pero ¡ay! también paisajes de mil batallas juveniles, como Nicoba, Jarrama, Domingo Rubio, Casa de Valverde, Candón, y sobre todo, Corumbel, el río al que le cortaron el paso con un pantano y sepultó el puente sin barandas, al que cantó José Mª Enrique Calero, mi viejo amigo poeta: “El puente del río Corumbel ¡qué gracia! es como un sendero trazado en el agua
Este río, siempre aguas distintas y siempre el mismo río, como la vida misma, tiene una historia enorme de mineros que se asentaron por aquí: Los íberos, 3.000 años antes de Cristo, los fenicios, los romanos, y ¡cómo no! los musulmanes. Solo faltan los americanos. Aquellos pueblos antiguos venían buscando el cobre, el hierro y el manganeso de las entrañas de la tierra, hasta que en el siglo XIX  tuvo lugar una gran explotación por empresas del Reino Unido. Después de alcanzar la producción máxima en 1930 la producción disminuyó y se terminó para el cobre en 1986, y para la plata y la extracción de oro en 1996.

Este río, después de discurrir por los escenarios de nuestra juventud, va a poner una nota de estética singular junto a las murallas almohades de Niebla. Y se entrega al dulce remanso de la Ría de Huelva, donde se abraza con el río Odiel, para ir junto a la mar ¡A la mar, Jorge Manrique, como nuestras vidas! Sus aguas rojas tienen un pH muy ácido, y contienen metales pesados y escasez de oxígeno, lo que de siempre fue objeto de creencia de que en sus aguas era imposible la vida. Sin embargo, desde antes de la aparición del hombre, viven microorganismos en sus aguas, que se alimentan sólo de minerales y se adaptan. Son –dicen los entendidos-tanto procariotas como eucariotas, incluyéndose entre los segundos endémicos del Río Tinto algunas especies de hongos y algas. Por ello la NASA lo escogió como hábitat a estudiar por su posible similitud al ambiente del planeta Marte. Ya les decía antes que a los pueblos colonizadores de la antigüedad, a los que hay añadir los ingleses, ahora se suman los americanos.

En nuestros recuerdos está trazada la vía de un pequeño tren, que bajaba desde Minas de Río Tinto hasta la estación de la línea nacional de ferrocarril, en Niebla. Estación de las Mallas se denominaba. Cerca del gran puente de la carretera de La Palma a Valverde del Camino, había una estación de este tren minero, llamada Gadea. Manolo Summers rodó escenas de “La Niña de Luto”, sobre este puente. En sus orillas, se levantaron molinos que aprovechaban la fuerza de la corriente del agua para mover la piedra que molía los granos para hacer harina. Hasta 1936 estuvo en funcionamiento el “Molino Nuevo”, cuyo propietario era un tal don Trinidad Díaz Rañón, quién poseía tierras en los alrededores y a donde acudían acemileros de varios pueblos de los alrededores de La Palma del Condado. Dicho molino constaba de varios asientos, o piedras pares, para mover el trigo, uno para hacer paz bazo, otros para harina sin especialidad, y otro para harinas blancas. La capacidad de molturación de ocho a diez mil kilos de trigo al día, a pesar de ello era frecuente esperar varias horas antes de que los numerosos agricultores de la zona pudieran moler sus granos. 

Aún en las tardes de otoño el cielo siente envidia de este río y baja a bañarse en sus ferrugientas aguas, para luego, al atardecer, elevarse hacia poniente antes que el sol cubra de sombra los campos de mi memoria.                                             

                                                          MANOLO RODRÍGUEZ BUENO

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