Relato breve de M.R.Bueno
La tormenta sacudió levemente los cristales de la salita de estar. Braulio levantó la mirada del libro que sostenía entre sus manos y al poco, escuchó el agua golpear la cubierta del edificio. En los minutos siguientes, la lluvia daba un brillo especial a las piedras de la calzada y hasta las carrocerías de los coches se deshacían de la capa de polvo y recobraban un aspecto novedoso.
- ¡Bueno, ya estamos en otoño... ¡¡Cómo pasa el tiempo!- se dijo a sí mismo, mientras miraba a través de la ventana.
Por la calle, unos corrían, otros caminaban bajo los paraguas, los autos levantaban finas partículas líquidas por sus redondos neumáticos, y Braulio sentía, de nuevo, el bienestar de los días lluviosos. Recordó aquellas tardes grises en el internado, esas horas en la clase de estudios, como llamaban al aula escolar donde se agrupaban, por cursos. Allí se dedicaban, según estaba preestablecido en el horario del centro, a preparar las asignaturas del día siguiente y las tareas impuestas en las clases de la mañana y en las primeras horas después del corto descanso que seguían al almuerzo.
Odiaba las épocas de mucha luz, aquellos mediodías en el cortijillo de la abuela, donde tenía que pasar los veranos. Según los médicos, el aire puro era lo mejor para la enfermedad de su madre. La abuela, que sobrevivió a su hija, estaba encantada de pasar largas temporadas en la finca. Allí podía ordenar, como antaño, al guarda y a su familia, únicos sirvientes que quedaban en la tierra, que hiciera esto y lo otro: Les mandaba regar la delantera de la casa, echar de comer al caballo, viejo testimonio de una cuadra repleta de corceles, y dar un repaso por las matas que aún crecían detrás de la casa, y que constituían la obligada fuente de verduras con que se iniciaba el almuerzo de cada día.
Había encargado encalar la fachada y los testeros de la casa, para lo cual hizo venir del pueblo cercano a un padre y sus dos hijos. La luz del campo reverberaba en el frontispicio y cegaba los ojos, pero la abuela siempre decía que el blanco quitaba calor a las paredes.
El campo aburría a Braulio. Después de tanto encierro en el internado, las vacaciones no tenían más alicientes que escapar de la vigilancia de la abuela y acercarse a las orillas del riachuelo que pasaba a casi un kilómetro de la casa. Junto a los hijos del guarda de la finca se zambullía entre aquellas frescas aguas, en los lugares que ya sabían eran más profundos, aunque insuficientes para cubrirlos por entero. Siempre lo hacían desnudos para no mojar la ropa interior, unos calzoncillos blancos de tela que le cosía una costurera del pueblo, y que llevaban marcado, en hilo rojo, las iniciales de su nombre y apellidos, según norma del colegio. Los días que venía la hija menor del guarda, ésta se bañaba con unas braguitas blancas aunque muy pasadas por el incesante uso de la prenda y la escasez de medios económicos.
Braulio mostraba los libros del curso a sus únicos amigos y le contaba alguna que otra curiosidad del cosmos, las estrellas, los planetas... cosas que, en definitiva, eran parte de la asignatura de Ciencias Naturales. El hijo mayor del guarda contaba que había visto en el cielo, durante la noche, correr las estrellas y cambiar de sitio, como si estuvieran jugando a perderse en el cielo.
Recordaba a su madre echada en la cama durante días, o sentada en la butaca frente a la ventana grande del salón, con una humeante taza de infusión de hierbas olorosas y amargas.
- ¿Por qué no montas un poco a caballo? José te lo ensilla y puedes aprender a montar. ¡Un señorito debe saber montar a caballo! – le sugería la abuela, pero Braulio no sentía ninguna inclinación hacia aquel viejo animal, que miraba con ojos lastimeros a todo el que entraba en la cuadra.
Después del verano, volvían al pueblo. La costurera repasaba la ropa que había de engrosar la vieja maleta oscura, medía los pantalones y siempre terminaba exclamando, delante de su familia:
- ¡Este niño no para de crecer! ¡El año que viene ya no podré sacarle más bastilla al pantalón, y habrá que hacerle uno nuevo! -
Los días se tornaban más oscuros y la tierra exhalaba un aroma propio con las primeras lluvias de septiembre. Braulio aún podía recordar aquel olor que subía hasta el porche, donde se refugiaba del mal tiempo, mientras un “visillo” de humedad y bruma hacía más invisibles los viejos olivos de la finca. Ya sabía que esto era un anuncio de que volvería a empezar un nuevo curso, y tendría que encontrarse con sus compañeros del internado.
Cierto día, cuando el curso estaba casi a punto de terminar, el conserje entró en la clase y anunció que el director quería ver inmediatamente a Braulio Marcos. Con pasos nerviosos salió de clase, y mientras recorría los solitarios pasillos su nerviosismo aumentaba. La presencia del director turbaba a todos los alumnos, era un hombre alto y delgado, de abundante pelo blanco, lentes deslizadas por su recta nariz, por encima de las cuales escrutaba la conducta de los peores alumnos y les sometía a castigos ejemplares.
- ¿Qué pasaría para que el director le llamase? – se preguntaba, mientras los compañeros de clase le veían partir del aula temiendo que a Braulio le cayese un duro correctivo. Llamó despacio, con miedo, a la puerta y la voz del director sonó al otro lado de la madera.
- Pasa, Marcos – le decía
Una vez dentro le anunció la muerte de su madre, y le concedía el permiso necesario para que durante tres días faltase del colegio, a donde pasaría a recogerle su padre, por lo que debía equiparse de algunos objetos personales de higiene y ropa interior suficiente para esos días de luto en el pueblo.
A partir de ese momento sus vacaciones en el campo terminaron, pero el luto impidió a Braulio, durante varias semanas, cualquier actividad que traspasara los muros de la mansión, delante de la cual se abría un ensanche, a modo de plaza, donde se levantaba una vieja ermita desconchada, con espadaña y veleta que ningún viento ni huracán lograban ya hacer girar.
Dentro, un solo altar taraceado de molduras metálicas delante de un retablo retorcido y oscuro, y algún arcosolio de personaje de la hagiografía de la zona, donde tantos conventos se habían convertido en cortijos, y en casas de labor agrícola. Un púlpito, cuyas escaleras crujían desafiando el coraje del cura, y desde donde se hacía la proclama encendida de la virtud y el castigo eterno sobre las llamas de la hoguera satánica, en los días en que allí se celebraba alguna misa.
Su padre fue el gran ausente de su vida. Siempre había un pretexto para pasar días fuera de la casa. Había que viajar a Extremadura o a tierras cordobesas. Comprar simientes, vender los cereales, comprar cabezas de ganado, venderlos, las ferias, los días de caza en el coto de Don Valeriano, las partidas de cartas en el casino o las reuniones de la hermandad del Cristo de la Sangre.
Aquel verano, después de la muerte de su madre, la abuela guardó el luto familiar en el pueblo, donde iba recibiendo cada tarde a distintas familias del pueblo. La señora de Don Valeriano también se dignó visitar la casa, y bien que ordenó todo la abuela para sacar la vajilla más valiosa y ofrecer el té como es debido.
Doña Angustías era una señora con todo el porte de la nobleza más distinguida. De pelo blanco, majestuosamente escardado y lacado, no había ni un solo cabello que no estuviese justo y debidamente en su lugar. Apareció delante de la puerta en un coche de caballo, cerrado y tirado por dos corceles blancos. Se santiguó delante de la ermita y entró en la casa.
Recordaba Braulio la insistencia mostrada por tal noble señora, que no cesó de manifestar la necesidad de relaciones sociales que debía acometer un estudiante de bachillerato, como él, de familia de buenas costumbres e ilustre prosapia. No sé si la abuela creyó tales consejos o pretendió apoyar la integración social de Braulio, por considerar que era bueno para la formación del nieto, pero desde aquel día, visitó a distintas familias del pueblo que podían tener hijos de la edad de Braulio con la idea de establecer nuevas amistades, por supuesto, todas bajo el control y aprobación de su tutora y estimada abuela.
La otra cuestión era la conveniencia de tomar alguna servidumbre, como ya antaño había en aquella casa, según recordó Doña Angustias, que debía tener muy buena memoria para recordar tantos detalles de las familias y las casas de los más pudientes del lugar.
La primera de las propuestas fue un fracaso. Las amistades, con las que había acordado diferentes citas la abuela de Braulio y algunas madres y familias del entorno, aburrieron a nuestro protagonista, unas veces porque eran unos jóvenes y estirados estudiantes que hablaban de la monta y la doma de potros, y otras porque algún hiperactivo mozuelo, ponía en jaque la tranquilidad natural y el sosiego corporal de Braulio, a quién enfermaba correr o subir a los árboles de las fincas cercanas. Lo cierto es que, cada vez más, fue buscando la soledad y las excusas más diversas para quedarse en casa. Unas veces, un dolor imaginario de cabeza o de tripa; otras repasar los temas y hacer las lecturas de vacaciones, que le habían recomendado en el colegio antes de salir del internado.
La segunda propuesta de Doña Angustias fue más acertada. Entró en la casa una muchacha, unos diez o doce años mayor que Braulio. Una nueva sirvienta, hija del alfarero del pueblo, una de las menores porque este artesano tenía prolija descendencia. Braulio la vio por primera vez el día que la abuela la presentó en el entorno familiar.
- Lucía se encargará de ayudarme a llevar la casa, que ya estoy muy mayor y las habitaciones se me hacen cada día más grande – explicó inútilmente la abuela, mientras Lucía dibujaba una leve sonrisa en su rostro y miraba al joven de la familia.
Lucía tenía cara redonda y mejillas carnosas, ojos muy grandes y oscuros, cejas pobladas y labios gruesos. Cuando hablaba mostraba unos dientes blancos y sanos. Vestía casi siempre con vestido de mangas cortas, escote recto y zapatos planos. Sus pantorrillas redondas y torneadas, también carnosas como sus brazos. Fuerte para el trabajo, debió pensar la abuela. Pelo castaño oscuro, siempre recogido con cola o moño de negras horquillas y de estatura superior, en más de un palmo, a la de Braulio.
A los pocos días, la abuela había sacado del baúl de la ropa usada, algún traje de los que dejó su difunta madre, y siempre que fueran batas de estar en casa y tela de regular calidad. Los trajes más valiosos volvieron al baúl o al ropero del dormitorio de su padre, donde estuvieron siempre. A Lucía le caían estrechas aquellas prendas de la difunta madre, cosa que Braulio observaba con cierto morbo, pues los amplios pechos de la chica parecían hacer estallar la botonadura delantera de los vestidos grises o de discretos y pequeños cuadros blancos marfil y negros, y dejaban un resquicio leve, pero suficiente para, buscando el ángulo adecuado, percibir el blanco sujetador, que recogía las generosas ubres de la sirvienta.
Una tarde, la abuela dormía en su butaca, con la radio encendida sobre la mesa de la salita de estar. Braulio caminó errante por la casa, sin nada que hacer, ni nada que pensar. Aunque la abuela le recomendaba que durmiera la siesta, Braulio jamás había conciliado el sueño en esas tórridas horas entre el almuerzo y la merienda. En el salón, descorrió la cortina, levemente, sobre la ventana que daba al patio. Allí encontró a Lucía con un barreño de ropas mojadas, como recién lavadas. Sábanas y toallas blancas que la muchacha pretendía tender sobre los cordeles atados a escarpias bien clavadas en la pared. El blanco de las sábanas al sol volvió a herir los ojos de Braulio, como la cal de la finca de campo. Lucía era un punto más oscuro y hacía descansar su mirada, atareada en tensar bien los cordeles para que las sábanas no rozaran el suelo, la muchacha estiraba los brazos hacia arriba y descuidaba el pliegue inferior de su vestido, que se izaba a medida que los brazos llegaban con esfuerzo a las altas alcayatas. Braulio descubrió una porción de los muslos de Lucía entre las corvas y su ocasionalmente elevado vestido. Aquella carne desnuda, silente y de redondas formas, entusiasmaron a Braulio, que quedó extasiado por la sensualidad de la sirvienta. Algo nuevo despertaba en sus deseos de muchacho, y a partir de ese momento, Braulio buscó un discreto punto de observación por toda la casa. El momento preferido era la tranquila hora de la siesta, cuando la abuela se entregaba al reparador y sonoro descanso, boca abierta y con la monótona narración de un serial radiofónico. La seguía, en silencio, para verla subir las escaleras y desde abajo reencontrarse con las exuberantes piernas de Lucía, o desde la azotea divisar el escaso ángulo de un escote holgado ya sin formas a causa de los abundantes lavados.
Braulio hubiera dado cualquier cosa a cambio de poder encontrar un ventanuco apropiado para asomarse al cuarto de la sirvienta, donde ella se encerraba con un lebrillo de barro grande y lleno de humeante agua, y de donde salía con un vestido limpio y oliendo a jabón. El dormitorio de Lucía estaba en la planta alta. Abajo, dormían el resto de la familia, las noches en que, aunque de madrugada, su padre llegaba a casa, al que oía por las gruesas pisadas de sus botas.
Una mañana Lucía salió, como tantas veces, canasto de mimbre colgado del brazo, a realizar la compra que la abuela le encargaba. Braulio, subió las escaleras sin que su abuela se percatara y entró en el dormitorio de Lucía, cuya puerta estaba sin llaves. Miró en los cajones las prendas más íntimas de la lencería, las medias oscuras, los escasos vestidos, la cama y unas zapatillas en el suelo. Braulio no deshizo el orden del cajón, pero acarició las ropas que estarían más en contacto con la piel de Lucía. Luego, cerró el cajón y salió de la habitación dejando todo como estaba.
Aquel verano supuso también el encuentro con las ciencias. Braulio fue aficionándose a los libros que hablaban de los descubrimientos y exploración de las células, de la química y la astrología. Pensó que su tiempo podía ocuparlo con algún aparato que podían comprarle, tal vez telescopios, lupas o microscopio, y de seguro que el farmacéutico podría darle alguna dirección donde pedir alguno de estos utensilios o algún matraz, probeta y tubos de ensayos. La lectura de los libros del colegio se podía complementar con algún tomo, préstamo que el médico pudiera hacerle durante los meses que quedaban de vacaciones. Mientras tanto, perseguía a Lucía por las tareas de la casa, sobre todo aquellas que pudieran desarrollarse lejos de la presencia de la abuela.
Hasta sintió una enorme alegría el día que escuchó a la abuela preguntarle.
- ¿Tu no tienes novio, chiquilla? -
- No señora – respondió Lucía con cierta tristeza.
- ¡Yo seré su novio! – pensó delirante el joven mientras buscaba un libro que nunca había puesto en la salita donde Lucía planchaba y la abuela todavía daba unos apurados toques de aguja e hilo a una vieja mantelería.
Sus últimos pensamientos diarios eran para Lucía, y sobre todo para sus redondas caderas y sus dorados muslos que quería volver a ver cada día. La imaginaba dormida en su habitación y él contemplándola sentado sobre la cama. Así hasta que le vencía el sueño en la oscuridad del cuarto.
Llegó, como todos los años, el final del verano. La vendimia, los carros con la uva, las máquinas estrujando los redondos granos, el orujo donde se apelmazaban las semillas, los cabos de los racimos y el pellejo del verde fruto, las pasas que Braulio cogía para masticar su dulce y escueta carne. Volvían al pueblo, donde estaba el lagar. Eran los días en que más veía a su padre. La bodega se levantaba en la parte trasera de la casa, a donde se accedía a través del corral, con las asustadizas gallinas que se alborotaban al paso veloz de Braulio en dirección a la casa, donde su abuela reclamaba su presencia para el almuerzo.
Había algo que le disgustaba en demasía. Su padre empezó a mirar a Lucía insistentemente, y en sus ojos notaba frenéticos deseos carnales. Odiaba a su padre, cada vez que pensaba en la posibilidad de que su progenitor rompiera sus mejores sueños de adolescencia, y así fueron pasando los días. El movimiento de las botas en la bodega indicaba que el mosto empezaba su anual gestación, perdiendo azúcares y ganando grados de alcohol, en el lento y letal proceso de transformación. El mosto habría de quedar ahí, en la umbría del otoño, hasta que llegada las vacaciones de la Navidad, sirviera para hacer negocios, catas, fiestecillas con los hermanos del Cristo de la Sangre, y la asistencia de algún aficionado al género flamenco.
Las tardes cortas, y un descenso de temperatura, hicieron a Lucía cubrir sus brazos con un jersey de punto, lo que dificultaba la visual y furtiva auscultación de sus pechos. Era irremediable, tenía que empezar un nuevo curso, era previsible coger de nuevo el coche y las maletas y partir para el internado. No por eso aquel verano todo se hizo más dramático y difícil. La razón era - ¿cómo dudarlo? - la ausencia de Lucía, y la cercanía de su padre, y él que no estaría allí para saber que ocurría. Pensó que en ese tiempo que duraba el primer trimestre, Lucía podía encontrar novio, casarse, abandonar la mansión... ¿Qué sería de su vida sin la presencia de Lucía en la casa? ¿Quién llenaría las horas en el sopor de la tarde mientras la sentía cerca, subiendo o bajando las escaleras, entrando acalorada con la cesta llena de paquetes del mercado, con un hilo de brillo en su barbilla, moviendo sus pechos al compás del refregar las camisas del lavado, sobre la pila del corral? ¿Cómo soportar tres meses de encierro en el internado?.
oooooooooooooooooo
¡Otra vez otoño! – volvió a repetirse a sí mismo- Ya no había necesidad de cambiar de residencia para afrontar un nuevo curso. Braulio había opositado a catedrático de instituto, y había fijado su residencia en aquella ciudad, pequeña y provinciana, pero con puerto de mar. En su pequeño apartamento en el centro histórico, Braulio seguía solo, entre cientos de libros, y varios microscopios, lentes y utensilios, como los que un día soñó poseer.
Su vida transcurría entre clases, reuniones de claustro, corrección de exámenes, y estudiar. Estudiar y leer, Braulio, profesor de Ciencias Naturales, se había convertido en un lector que dedicaba todo el tiempo libre a su afición predilecta. El apartamento, situado en el último piso de un viejo bloque de viviendas sin ascensor, le permitía pasear por aquellas vetustas callejuelas, cerca del Centro de Arte, donde exponían sus cuadros los más variados artistas. El tráfico de automóviles no le molestaba en demasía, debido a que los ruidos apenas llegaban a la cuarta planta, pero sí oía a la perfección el viejo reloj de la iglesia de la Anunciación: Tam, tam, tam... pausadas campanadas que parecía prolongar un eco añejo entre los bloques oscuros y pétreos del barrio histórico.
Alguna vez, cuando el clima no era demasiado húmedo, paseaba cerca del puerto. Su vista se perdía en un horizonte diamantino y salado, que se mezclaba, en ciertos sectores, con el olor húmedo y grasiento de las viejas embarcaciones de pesca. Las gaviotas cruzaban el aire, con sus graznidos entre las grúas del puerto y las farolas del alumbrado público.
¡Cómo había cambiado la vida!- exclamaba para sí, cuando recordaba aquellos comienzos de un nuevo curso escolar. Ahora, peinaba abundantes canas en sus sienes y su rostro no ocultaba la nervadura de los años, pequeños vasos oscuros resaltaban en sus mejillas, entre los surcos de su piel, que ineluctablemente marcaba el derrubiar del tiempo por las orillas de la vida. No era un hombre viejo empero, si por ello se entiende no haber sobrepasado los 44 años.
¡Un nuevo curso que también estaba cargado de amargura! La pequeña Lourdes había terminado el bachillerato y debería estar ya matriculándose en la Facultad de Filología. Si, a veces, sentía vergüenza descubrirse enamorado de una jovencita de 18 abriles, otras acariciaba la idea de poder sentir como la pequeña cabeza de la alumna recaía en su hombro, sentados imaginariamente sobre el banco de la alameda, a los pies del estanque, donde florecían los nenúfares. ¡Qué ternura su voz menuda cuando respondía a las preguntas de clase de Ciencias! ¡Extraordinaria alumna, de pálida piel y cabellos claros, delgada y de ojos celestes! Tenía Lourdes la mirada más dulce de cuantas había conocido nunca, y su leve sonrisa, su caminar pausado, cabizbaja casi siempre, le daban el aspecto de una doncella virgen en el castillo de la Madonna del Amor. Pero las aguas del estanque de los jardines, cerca del puerto, únicamente reflejaba su solitaria figura, enfundada en su traje marrón.
En el salón del apartamento una fotografía, enmarcada en piel, de los alumnos del último curso de bachillerato, hería el corazón de Braulio. Nunca había conocido tanta poesía como la que exhalaban sus trémulos labios. Nunca había visto ojos de mirar tan delicados. El recuerdo de Lourdes le daba sentido a su vida y le producía, en ocasiones, una especial desolación.
- Tendría usted que buscarse una compañera, señor Marcos. Ya lo dice el proverbio. “No es bueno que el hombre esté solo”- le decía Don Jacinto, el profesor de más edad.
- Pues, tenemos a dos compañeras solteras – le seguía Don Concha, la de Matemáticas - Lolita, la de francés y Belén, la de lengua. Ya lo saben ustedes –
¡Como comparar a nadie con la juventud, la armonía, la poesía misma...! ¡Cómo pensar en nadie que no fuera la joven Lourdes! ¿Perdida, quizás, para siempre? Tal vez, podrían encontrarse un día, en cualquier calle... Podía ir, por las tardes, a la librería donde Lourdes decía que adquiría sus libros de literatura. ¿Y si la invitara a tomar el té una tarde? Podía regalarle un libro de poemas... O tal vez, unas rosas... ¡No, eso sería muy indicativo, muy relevante! ¡Sería como descubrir su amor ante ella! ¡Un libro sería lo mejor!
Un nuevo trueno hizo resonar los cristales y tembló la lámpara a modo de antiguo velón, con sus lágrimas de cristal, en la mesita donde permanecía la foto de los alumnos del instituto. No está la tarde para salir, pensó, mientras cruzaba el salón de lado a lado. Aún faltaba para la cena que él mismo se preparaba, frugal y caliente. El almuerzo lo hacía en el céntrico bar del Ateneo, y siguiendo la costumbre, nunca faltaba un primer plato de ensalada de verduras.
Todavía, conservaba el libro de Paulo Coelho entre sus manos, de pié junto al cristal de la ventana. Llovía sobre la acera, sobre las azoteas, sobre los autos, sobre la gente... Recordó unas frases de aquel libro, y volvió páginas atrás para releer:
- “Si pudiera dar un consejo, le diría a todo el mundo: escriba. Sea una carta, un diario o algunas anotaciones..., pero escriba. Si quiere entender mejor su papel en el mundo, escriba. Procure colocar su alma por escrito, aunque nadie lo lea... El simple hecho de escribir nos ayuda a organizar el pensamiento y ver con claridad lo que nos rodea. Un papel y una pluma operan milagros –curan dolores, consolidan sueños, llevan y traen la esperanza perdida... ” -
Braulio se acercó pensativo a la mesa, soltó el libro y se sentó delante. Cogió unos folios y una pluma. Miró de nuevo, levemente, a la ventana, y al fin, empezó lentamente a escribir:
- “Mi vida ha sido un auténtico fracaso. La soledad y el desamor me han marcado, con el hierro caliente de la desesperación... -
-=O0O=-