martes, 24 de enero de 2012

SITIOS RECOMENDADOS

                                            COLEGIO DE SAN GREGORIO DE VALLADOLID
Centro de Estudios Teológicos de los Dominicos presenta una artística portada cargada de ornamentación. Hoy alberga el Museo Nacional de Escultura, donde existe también un Belén Napolitano del XVIII.  Destacan las obras de Berruguete y exponentes del naturalismo español y los tardobarrocos (siglo XVIII). La exposición sobre la Edad de Oro de la escultura en España y las de temática religiosa (Alonso Cano) además de lienzos de Zurbarán. Como suele decirse una imagen vale más que mil palabras… observen la magnífica portada vallisoletana.

lunes, 23 de enero de 2012

SITIOS RECOMENDADOS


CHINCHÓN

Era una hermosa mañana soleada cuando llegamos hasta la Plaza Mayor de Chinchón. Una plaza medieval construida entre los siglos XV y XVII, que no es redonda, ni cuadrada, con soportales y galerías adinteladas, donde el arco se convierte en línea recta. Tiene edificios de tres plantas y numerosos balcones desde donde se pueden ver los corrales de comedia, corridas de toro y hasta sirvió de plató cinematográfico (“La vuelta al mundo en 80 días", "El fabuloso mundo del circo" etc.) Mansos burrillos circulan por la plaza haciendo las delicias de los niños, y varios bares-restaurantes, permiten sentarse a gozar de la belleza antigua de una plaza en paz y a la vez animada, al tiempo que disfrutas de una cerveza y de unos amigos.

LOS CIELOS DE LA PALMA

La luz solitaria.

                                                Relato breve de M.R. Bueno


           Fue su mirada la que me trajo los recuerdos de aquellos días. Había llegado a casa y después de descalzarme, me eché en el sofá para dejarme llevar por el rum-rum de la televisión y sus spots publicitarios. “Sultán” había terminado de merendar, a juzgar por como su enrojecida lengua lamía su viejo hocico. Me miró quieto e inexpresivo. Yo aparté la mirada de la pantalla y le vi allí, casi en el arco de la puerta de la cocina, como preguntándome: “¿Qué hacemos?.

Tres años antes de que llegara el fatídico día de la jubilación, Aurora también me esperaba a media tarde, después del descafeinado y la media docena de galletas de hojas. “¡Qué! ¿salimos?”. Nunca se había abandonado y conste que a mí casi me daba igual que tuviese unas canas. ¡Era lo propio de la edad! ¿Importa tanto la imagen que hay que engañarnos con artificios de cosmética?

Ahora, “Sultán” era el compañero de paseo. Tardes largas de finales de mayo, sobre los senderos más recónditos del pequeño parquecillo cerca de la autovía. Elegir los sitios más tranquilos donde ningún otro chucho, joven y agresivo, pudiera perturbar el paso cansino de dos viejos camaradas. Luego, regresar. Regresar a otro lugar geográfico, pero sin salir de lo mismo.

El primer día de jubilado ya Aurora no estaba en casa. Casi tres meses antes, el cáncer se la llevó. Aún todo está en la casa tal como ella lo solía tener. Los cajones con sus ropas, los roperos con las perchas y sus vestidos, y ese abrigo negro, compañero indispensable de todos los días de una década de inviernos, del ir y venir al mercado, a sus compras y su cupón diario de la Once. Pero, no todo estaba como siempre. La cocina estaba más sucia y las macetas del balcón habían perdido, como yo, esa prestancia que tenían en vida de Aurora. Cada día me iba volviendo un poco más perezoso. “¿Para qué hacer esto? ¿Para qué molestarme en lo otro?”

Dos veces en semana, una asistenta, prima de una vecina del piso más arriba, planchaba mi ropa. Siempre la misma, desde que enfermó Aurora no me había comprado nada nuevo. Tampoco tenía nadie que me dijera que la chaqueta me iba quedando cada vez más grande de hombros. Algunas vecinas me traían un plato de dulces caseros que ellas mismas hacían con las recetas de los progenitores y algunas novedades aprendidas de los programas de la televisión. Yo esperaba siempre un par de días para devolverles el plato vacío, pero en realidad no me apetecían mucho aquellos roscos fritos envueltos en azúcar, que iban al cubo de la basura, en el último ritual del día: bajar por el ascensor hasta la calle y buscar los contenedores en la esquina.

Mis comidas giraban en torno a unos cuantos menús: huevos cocidos, pescado congelado al perol, algo de verdura y sobre todo, los tomates abiertos y salados en rodajas. Las cartas del Servicio de Salud, citándome para las revisiones anuales, se amontonaban en el cajón de la mesita de la entrada de la vivienda. Los zapatos ya no lucían el brillo de antes y cuando no había más remedio, una bayeta pasada sobre una incómoda postura, eliminaba parte del polvo del jardincito de la autovía. Pero el que ya no se bañaba era “Sultán”. Tampoco le gustó nunca el agua.

Era media tarde, “Sultán” seguía indagando con su mirada, como diciéndome: “Si quieres, no salimos. Me echo en la alfombrilla y a ver la tele”. Era la hora en que Aurora se había peinado y lavado la cara, se ponía los zapatos y cogía el bolso donde echaba las llaves y el monedero. Juntos paseábamos por las calles del barrio y me ponía al día de los asuntos del vecindario. Teresa seguía de enfados con su hijo, que estaba otra vez en paro. Matilde, por el contrario, bregaba día tras día, con sus dos nietos, mientras su nuera trabajaba en la calle. El de frente, que vivía arriba de la mercería de Amparo, no hacía más que entrar y salir de la taberna de Cristóbal; el tendero le había dado una cebolla picada y había tenido que bajar a que se la cambiara. “¿Qué tal te ha ido a ti en el trabajo?” “¡Mujer, como siempre: bien!” - respondía sin alegrías. Si veía a un vendedor de cupones pasaba cerca y exclamaba: ¡Uy, que número más bonito! A Aurora le gustaba que terminara en 4. Fue el día de nuestra boda.

En un cajón del armario del cuarto chico se guardaban las fotos de la boda. Nunca compramos aquel álbum donde pensábamos guardar las fotos antiguas. Luego, no hubo muchas más fotos en nuestra vida. Tal vez, alguna boda de los sobrinos o aquella inauguración en la fábrica, o mi paso por el cuartel durante el servicio militar. Nunca tuve valor para volver a ver aquellas fotos desde que Aurora enfermó. El cuarto chico era el sitio donde apenas entraba. Lo habíamos destinado a ese hijo que nunca llegó, y su cama solamente la ocupó la madre de Aurora, cuando venía del pueblo a visitar al médico. 
 
La vida de casado fue bien. Nos marchamos a vivir, después de la boda, a un piso en alquiler. Luego, pudimos dar una entrada y al final fuimos a firmar la escritura de un nuevo piso, ya propiedad de Aurora y mío, en esta barriada cercana a la fábrica. Poco a poco, fui ascendiendo en las distintas secciones del taller hasta llegar a jefe del parque de maquinaria móvil y vehículos. Pero, Aurora empezó a languidecer. El hijo que deseaba no llegaba, y ni siquiera los médicos que visitamos encontraron un camino eficaz para su embarazo. Al final, desistimos: solo los dos teníamos que seguir viviendo. Al final, llegaron algunos animales para rellenar nuestro hogar. Nos regalaron un par de canarios y más tarde, llegó “Sultán”. Aurora lo bañaba, lo secaba y lo peinaba. Hablaba con él durante todo el día y hasta llegaba a preguntarle: “¡Ay Sultán! ¿Qué pongo hoy de almuerzo?”

Un día, al llegar de la fábrica, la encontré llorando. Sospechaba que aquello abultado sería algo malo. Cuando acudimos al médico, empezaron las pruebas, los análisis, las esperas, nuevas pruebas... Al final, la metástasis se había apoderado de sus entrañas. Aurora se quejaba de que su pecho no habían podido amamantar al hijo deseado y sí había sido la causa de su peor mal. Las últimas semanas las pasamos en el hospital, donde Aurora no cesaba de repetirme: “Te voy a dejar solo”, mientras corrían las lágrimas por su rostro.

-“¿Sabes que te digo, Sultán? ¡Que vamos a echarnos a la calle y como tú ya has comido, me tomo una cerveza y alguna tapa en el bar y ya hemos hecho la cena” -
     
            Eso era casi todos los días: salir a pasear con “Sultán”, comprar alguna cosilla y tomarse algo con los demás viejos en un bar o en otro, dependiendo de donde hubiera más gente. Las noches casi todas eran una larga vigilia. Me resistía a tomar somníferos y el mejor rato de sueño era después del almuerzo, mientras daban las noticias del mundo en los informativos de la televisión. Nos íbamos haciendo viejos y “Sultán” ya tenía dolores y achaques. Tenía que llevarlo al veterinario. Cada semana le costaba más caminar, igual que me ocurría a mí. El veterinario diagnosticó lo poco que le quedaba de vida, y aconsejó que lo mejor era dejarlo en una perrera, donde me garantizó que le acortarían la poca vida que le quedaba y así sufriría menos. Evitaría de este modo tener que presenciar su muerte en mi propia casa. Tres días estuvimos mirándonos el uno al otro. “Sultán” siempre con la pregunta en su mirada,  parecía que me pidiera una decisión, como se me dijera: “¿Qué vas a hacer conmigo? Un día lo cogí y lentamente caminamos hacía la consulta del veterinario.

            - “Haga lo que sea mejor para él” – le dije. Un empleado lo llevó a una furgoneta, y lo metió dentro. Luego tomó la dirección de la perrera donde acabarían con él. Desde el cristal de la furgoneta, “Sultán” me dirigió las últimas miradas mientras el auto se perdía de vista, envuelto mis ojos en nubes de penas.

            La casa ahora era aún mas hueca, ya no me miraba nadie. Sentía el vacío de los últimos meses en la fábrica. Mis manos ya no tenían la agilidad de antes y la artrosis empezó a hacer mella entre mis dedos. Crujían los codos y empezó a preocuparme ciertos dolores de espalda cuando se unían el esfuerzo de levantar algo pesado y el frío húmedo de los días de invierno. La informática trajo sistemas nuevos de trabajo, hasta el almacén se dirigía a través de archivos que había que leer y operar desde aquella pequeña pantalla. Gente más joven empezaron a hacerse imprescindible. Solo, de vez en cuando, cuando surgía un problema de fondo, mi experiencia cobraba valor. Pero, no nos engañemos: los tiempos estaban cambiando a gran velocidad, y yo me hacía cada vez más viejo. La muerte de Aurora, y su enfermedad, me habían marcado irremediablemente. A veces, me parecía leer entre labios las opiniones de los jefes: ¡Ya le queda poco tiempo! ¡No vamos a nombrar un nuevo jefe ahora! ¡Podría ser un golpe después de lo que ha sufrido! 

            La casa se me hacía cada vez más penosa. Echarme a la calle me costaba cada vez más y los programas de la televisión parecían hechos para gente más jóvenes. Pero, a veces, me asfixiaba el aire de la casa. Allí estaban todos mis recuerdos. A veces veía allí a Aurora, aún sentada en su butaca acariciando a “Sultán”. ¡Cómo quería al perrillo! Ahora, cada día voy comiendo menos. He perdido las ganas de tragar y nada me atrae el apetito.

            Hoy me he echado en la cama, con el temor constante al insomnio. Sin embargo, he sentido una sensación que hace mucho tiempo que no experimentaba en mi cuerpo: de pronto me he sentido relajado y feliz. No sentía nada así desde que era joven, cuando sin hacer nada me sentía especialmente dichoso. Las imágenes se vuelven nítidas en mi memoria a pesar de los años transcurridos.

            Veo la huerta de padre, con el suelo cargado de verdes hortalizas y los árboles de frutas. Aquella higuera olorosa y fresca, y mis hermanitos corriendo bajo la mirada vigilante de mi madre, con el delantal permanentemente puesto, desde la ventana de la cocina preparando nuestra comida y lavando nuestras ropas. Veo la vieja escuela de don Alberto, tan estirado y al cura, con su descolorida sotana y su cigarro en la mano. Parece que huelo los leños que ardían en la chimenea, el caldero de agua caliente dispuesto para lavar las sábanas de nuestras camas, el aroma de aquellas manzanas que mis padres recogían de los tiernos árboles de la huerta.

            ¿Será cierto que hay un mundo más allá de las estrellas, donde están Aurora, mis padres, mis hermanos y los hijos que no nunca tuve?

            Todo recobra una especial intensidad. Tengo los recuerdos frescos como si acabaran de acontecer. Y hasta una luz especial, intensa y rojiza, como aquellas tardes en que el sol se abría huecos entre las nubes de otoño. La luz que cada vez se hace más fuerte y aumenta a cada momento, la intensidad de su color pardo y rojo. Ahora se hace blanca, una luz clara que parece que ciega.

            Siento firmemente una extraña sensación y sin embargo, soy tremendamente feliz. Voy en busca de Aurora, de mis padres, de mis hermanitos corriendo delante de mí, y veo a “Sultán” a mi lado, caminando y mirándome a los ojos. Esa misma mirada  que me trajo los recuerdos de aquellos días.

                                                                           =00=

viernes, 20 de enero de 2012

75º aniversario. SEBASTIÁN SANTOS

 

 (Hoy celebraría su Santo el insigne imaginero)

 



Se sigue celebrando en La Palma la llegada de nuevas imágenes religiosas tras su destrucción el 18 de julio de 1936. Tres imágenes nuevas salidas de la gubia de don Sebastián Santos Rojas. Si ya en meses anteriores se ha venido celebrando los 75 años de la nueva imagen de nuestra Patrona, ahora lo haremos con la Virgen del Socorro, de la Cofradía de madrugada.
Sebastián Santos es, por tanto, figura muy destacada, entre los artistas que han trabajado para La Palma. Su fama corrió desde La Palma hasta Sevilla, en aquellas fechas en que la quema de iglesias e imágenes, en los sucesos de la Guerra Civil, requería imagineros para reconstruir lo perdido. Así, quizás a través de la familia de Don Paulino, Sebastián entra a trabajar en distintas cofradías sevillanas, empezando por San Bernardo y posteriormente las Vírgenes de palio de Pasión, del Silencio o del Cerro, por citar algunas muy notables.
            En una entrevista con la hija de este escultor, Pilar, nos cuenta que los cofrades de la Vera Cruz de Huelva dejaron escapar la que actualmente es la Dolorosa de la Cofradía del Silencio de Sevilla por resultarle en su momento una pieza demasiado cara. Hasta que fue comprada, esa Virgen estaba en una habitación de la casa de Sebastián Santos que servía de sala de música, junto a un piano.
Sebastián Santos era natural de Higuera de la Sierra, población donde vio la luz el día 22 de octubre de 1895. Desde muy pequeño empezó a modelar, ocultándose de sus padres que preferían otra profesión para su hijo. Estudió con el ceramista Pedro de Navia y en la Escuela de Artes y Oficio y Bellas Artes, donde ya destaca. Muere a los 81 años de edad.
            Cuentan que la Virgen del Cerro la realizó con la idea de obtener el favor para colocar a un hijo en la fábrica de Hytasa, que estaba en este barrio hispalense. En esta ciudad existen imágenes como el Cristo de la Cena, Santa Marta, un busto de Cervantes, y la imagen de Carmen, frente a la Maestranza, y en otros lugares, así como la reproducción de la Patrona de Higuera, la Virgen del Prado, que se custodia en la iglesia del Salvador de Sevilla.
Sebastián Santos Rojas es imaginero muy conocido en Sevilla, recibió un homenaje el día 22 de octubre de 2010 en la Colegiata del Divino Salvador de Sevilla, con motivo del 60º aniversario de la ejecución de la imagen de la Virgen del Prado, que fue colocada en un altar presidiendo el acto que contó con la narración de algunas facetas humana y religiosa del escultor- imaginero por la ya citada hija: Pilar Santos Calero.
En dicho acto y de forma simultánea a las ponencias, se realizaron unas proyecciones con imágenes de la vida y obra del autor S. Santos. Su infancia fue muy dura ya que vino al mundo en el seno de una familia humilde con muchos hijos, en una pequeña casita de esta
localidad de la Sierra de Aracena, aunque fue muy mimado por todas sus hermanas mayores (creo que fueron seis o siete hermanas) que lo vestían como a un Niño Jesús. Para un niño que tiene tantas inquietudes artísticas, empieza a ser un problema buscar la arcilla, ocultar donde puede los trabajos que hace, porque sus padres no querían que hiciera ese tipo de cosas, pero fundamentalmente su avidez de conocimiento, la necesidad de todo artista de buscar un referente, un modelo que, seguir para avanzar y progresar, lo tiene que encontrar necesariamente en la Iglesia de su pueblo natal.
Sus padres murieron siendo Sebastián muy joven y tuvo que marchar a El Pedroso (Sevilla) donde fue pastor y albañil, hasta que logró entrar en una fábrica de cerámica en el barrio de Triana de Sevilla, y estudiar en la Escuela de Artes y Oficios, hasta lograr ser discípulo del gran escultor Susillo. Casado con una mujer de Valverde del Camino, puso su taller en este pueblo, haciendo muchas copias de Patronas de la provincia de Huelva, debido a la destrucción de imágenes religiosas durante la Guerra Civil española. La primera “dolorosa” la realizó por encargo del Vizconde de La Palma del Condado, Ignacio de Cepeda y Soldán, haciendo dos distintas por criterio del Vizconde: ambas quedaron en La Palma del Condado: la Virgen del Socorro y la Virgen de los Dolores. También hizo una copia de la Patrona la Virgen del Valle, a la que incorporó la cabeza del Niño Dios, que fue encontrada intacta en los sucesos de la noche del 18 de julio de 1936, donde fue quemada la iglesia donde recibía culto la imagen de la venerada Patrona.

No solo trabajó para Andalucía, también hizo obras para muchos otros sitios, como Extremadura, Madrid e incluso México, y siempre fue admirado por todos los amantes de la imaginería de cada ciudad. El discípulo de Sebastián Santos más cercano fue Francisco Buiza, el que más tiempo estuvo con él y el auténtico continuador de su estilo. Además, Buiza también fue un buen amigo. El estudio de Sebastián estaba en su propio domicilio.
Yo era la única que me atrevía a entrar – decía su hija -  cuando todo el mundo se encontraba en faena, pues aquello era como un taller artesanal de tiempos pasados, donde mi padre convivía con sus ayudantes, carpinteros, sacadores de puntos, etcétera. Uno de los carpinteros, Telesforo, vivía también en la casa. Para mi padre, el estudio era un lugar sagrado los días entre semana, y por mi atrevimiento, aunque sólo fuera para entrar y darle un beso, me llevé más de una regañina. El sábado, eso sí, cuando ya nadie trabajaba, el taller se abría de  par en par y mis hermanos y yo nos colábamos para jugar con el barro y modelar todo aquello que nos gustaba”.
La Dolorosa del Rocío y Esperanza, de la cofradía onubense del Calvario, fue la última obra de Sebastián Santos, y hecha totalmente de su mano. Tuvo que estar terminada en 1973, y murió en 1977, y aunque un año antes una congestión le postró en una silla de ruedas, desde la silla dirigió a sus hijos, Sebastián y Jesús, en la ejecución de dos restauraciones y una Virgen Coronada para Sotiel (Huelva). Sebastián Santos doró y estofó casi todas sus obras. Según su hija, de las imágenes que estaba su autor más orgulloso era dos Dolorosas: la Virgen de la Concepción del Silencio, de la que hemos hablado, y la Virgen del Refugio de la cofradía sevillana de San Bernardo.
La característica principal de su trayectoria artística fue su religiosidad: trabajaba rezando. Modelaba el barro y tallaba la madera rezando al mismo tiempo, y es totalmente cierta la anécdota de las bolitas que hacía con el barro como si fueran las cuentas de un rosario, con las cuales rezaba. Además, era una persona muy espiritual, y no sólo en el plano religioso; meditaba mucho, era muy introspectivo y poseía una gran vida interior, y todo ello creo que se refleja en la dulzura de sus Vírgenes y en el estudio anatómico que hacía, tan bueno y tan especial porque siempre le confería una aureola muy espiritual. Un teólogo capuchino, Fray Juan Bautista de Ardales, influyó mucho en su vida y en esa espiritualidad de la que hablamos.
Hablando de Ardales, existe todavía cierta discrepancia sobre la autoría del Nazareno de esa localidad malagueña; la mayoría considera que es obra de Sebastián Santos, pero hay quien sigue afirmando que es una obra temprana de uno de sus discípulos, el escultor e imaginero carmonense Francisco Buiza (1922-1983). “El Nazareno es de mi padre; de hecho, mi hermano y yo lo diapositivamos a finales de los años 70 cuando todavía estaba en un desván completamente abandonado, con los brazos amarrados por una cuerda y vestido con una saya azul. Seguramente, fue una obra que se haría por intercesión de Fray Juan Bautista de Ardales” – dice su hija Pilar.
Sebastián Santos era coleccionista de obras de arte: de escultura, pintura y antigüedades. Le gustaba mucho visitar el famoso Jueves sevillano, en la calle Feria Consideraba su maestro al valenciano Francisco Marco Díaz-Pintado, del cual heredó esa serenidad neoclásica que podemos ver en su primera etapa escultórica, sobre todo en el Sagrado Corazón de Jesús que ahora está en el Seminario de Huelva, posiblemente la obra más representativa del periodo. Luego, con la reposición de obras por la Guerra Civil, comenzó una segunda etapa en la que se vio arrastrado a un mayor barroquismo; precisamente por eso, por tener que adaptarse a la circunstancia de reproducir obras del barroco puro de los siglos XVII y XVIII. Más tarde, con algunas obras, sobre todo las figuras para la Borriquita de Jerez de la Frontera, rememoraría esa primera etapa.
Firmaba todas sus obras, solo una Inmaculada Concepción pequeñita que se quedó sin firmar, pero fue una excepción a la regla. Cuando hizo los corderos que acompañan a la Divina Pastora de Capuchinos, una imagen sevillana que también restauró, metió en la garganta de uno de ellos, aquel que la Virgen acaricia con su mano, un papelito enrollado con los nombres de sus hijos. Esas cosas demuestran su fe y su sensibilidad.
Le encantaba la música. Tocaba muy bien la guitarra y era muy buen cantante. Solía cantar palos del flamenco. Era un hombre sencillo y austero, que nunca olvidó sus orígenes humildes y crió a todos sus hijos con austeridad. No hablaba de política ni le gustaba que en su casa se hablase de temas políticos, más por el miedo que había sobre eso en la época, pues su padre estaba en desacuerdo con el régimen franquista. Por otro lado, tenía un sentido del humor muy socarrón. .
Su modelo para la cara de sus Vírgenes fue una prima de su esposa, Juana Lorca Sánchez, que todavía vive a sus 80 y pico años de edad, tiene unas manos preciosas que le sirvieron en muchas ocasiones, para los juegos de manos de sus Dolorosas. Su hijo Jesús fue el modelo del Buen Pastor de Ronda (Málaga) y varios de sus nietos le sirvieron para los angelitos de sus nubes. También le posó en una ocasión una señora, cuyo nombre no se recuerda. Su hija cuenta que en unas de entradas al taller sin llamar, cuando venía del colegio, ver a un gitano colgando de una cruz como modelo de uno de sus Crucificados. Sería en torno a los años 1948-1950. “El gitano sólo llevaba puesto un taparrabos y, delante de él, había colocada una estufa para que no cogiera frío”.


           
                                            Manolo Rodríguez Bueno

LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN



Dice Manuel Pimentel, en el prólogo del libro: “Políticos, los nuevos amos”: “Instalados en las lúgubres cloacas de la política degradada, uno descubre, por ejemplo, que los partidos, ideados en democracia para que ayuden a la comunidad y estimulen la participación de los ciudadanos en la política, se han convertido hoy en el principal obstáculo para que la democracia funcione. En lugar de ser fábricas de ciudadanos, esos partidos obsesionados por la conquista y el mantenimiento del poder y del dominio, son hoy escuelas que forman vasallos y “hooligans” de la política partidista, sin criterio propio, dispuestos siempre a aprobar lo que hagan los suyos y a condenar lo que hagan los adversarios
Y es cierto; a veces, los políticos intentan evitar el funcionamiento de la democracia, como cuando realizan presiones sobre una publicación. Hay que recordar, otra vez, que existe una libertad de expresión, aunque las libertades han sido pisoteadas, desde siempre, por el poder y sus “acólitos”.  La libertad de expresión que proclama el artículo 20 de la Constitución es un derecho fundamental del que gozan los ciudadanos y que les protege frente a cualquier injerencia de los poderes públicos que no esté apoyada en la ley. El art. 20 de la CE dice que se reconocen y protegen los derechos a expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier medio de reproducción. Se ha señalado acertadamente que se trata ante todo de un derecho de libertad, por lo que básicamente significa ausencia de interferencias o de intromisiones de las autoridades en el proceso de comunicación. Una interpretación personal (con la que se puede estar en disconformidad) llevaría a no ser ajustada con el derecho de esta libertad, la manipulación de la información en medios propios del poder, por la sencilla razón de que un periódico, radio o televisión adscrita a una Administración Pública, nutrida de fondos públicos, sería un medio de propaganda y no un órgano informático ciudadano, imparcial y libre. Luego, el derecho de libertad de expresión lleva emparejado la ausencia de intromisión mediática que significa la tirada o realización de informativos por el poder público, cuyas prerrogativas están contempladas para un mejor servicio al ciudadano y nunca para entorpecer el ejercicio de la democracia y las libertades públicas. Sin embargo, en otro plano significa el reconocimiento y la garantía de una institución política fundamental, que es la opinión pública libre, indisolublemente ligada con el pluralismo político, que es un valor fundamental y un requisito del funcionamiento del Estado democrático.
Cuando se ejerce el derecho a transmitir información respecto de hechos o personas de relevancia pública adquiere preeminencia sobre el derecho a la intimidad y al honor con los que puede entrar en colisión. El criterio a utilizar en la comprobación de esa relevancia pública de la información varía según sea la condición pública o privada del implicado en el hecho objeto de la información o el grado de proyección pública que éste haya dado, de manera regular, a su propia persona, puesto que los personajes públicos o dedicados a actividades que persiguen notoriedad pública aceptan voluntariamente el riesgo de que sus derechos subjetivos de personalidad resulten afectados por críticas, opiniones o revelaciones adversas.
El debate cívico es la única forja conocida capaz de generar los dos productos que la humanidad necesita con más urgencia para regenerar la democracia: ciudadanía y rebeldía” (“Políticos, los nuevos amos” Francisco Rubiales: Editorial. Almuzara)

                                                                      

jueves, 19 de enero de 2012

SAN VALENTÍN: LA PRIMAVERA Y EL AMOR

(Para la revista "Nosotros" de C. Real)       
Tendría que empezar deseando a todos que este año 2012 sea lo menos malo posible para España, y por ende, para todos nosotros, de forma particular. Si cada año es un regalo divino tendríamos que contar un nuevo año y no restarlo. Os deseo amigos de Ciudad Real, y de toda España, un venturoso período anual.
                Y cuando aún despunta las primeras luces del 2012, recibo la amable llamada de Emiliano que, siempre previsor, me habla de un nuevo proyecto: una nueva edición de esta entrañable revista. Y me dice, entusiasta, que para febrero celebramos San Valentín, que es el Patrón de los enamorados. ¡Nada menos!
                Obligados estamos - ¡grata carga! - a hablar de amor en San Valentín, pero pienso: ¿Quién soy yo para glosar tan gran sentimiento? “El amor es la mayor fuerza del mundo y sin embargo la más humilde” dijo Mahatma Gandhi.
                Me decido por hacer un breve recorrido por los mitos amorosos de esta ciudad que me acoge a orillas del Guadalquivir. Y de entrada rechazo, en este mes de febrero (y solo este mes), la figura del galán histórico por excelencia: Don Juan Tenorio. Y lo dejamos “aparcado” de momento, pues es Don Juan figura más propia de noviembre, que es mes de difuntos. Y es que Don Juan me cuadra mal en este periodo por su burla, por sus pendencias… Prefiero ese periodo de la historia apasionada, de los autores románticos, y espero que se haga notar, en muchos lugares, la próxima primavera, que nos abrirá sus pétalos dentro de unos días, cuando salga un nuevo número de “Nosotros”.
                Sevilla ya prepara su recreación de los mitos románticos y hasta febrero, el antiguo convento de Santa Clara (hoy espacio cultural de esta ciudad) acoge la exposición  “La construcción del mito Bécquer”. Gustavo Adolfo, cuyo retrato lo veíamos en los antiguos billetes de 100 pesetas, pintado por su hermano Valeriano, es considerado como uno de esos escritores que se difumina en las brumas del mito. Se ha dicho de él que fue un poeta de sensibilidad descarnada. Un ángel tocado por la desdicha que aún con su talento no tuvo el reconocimiento de su entorno y sólo conoció infortunios, pese a que Sevilla le dedica parte de su memoria en un monumento admirable en el Parque de María Luisa, y como hemos dicho, un exposición dedicada a su obra y su persona. Monumento que realizó el marchenero Lorenzo Coullaut Valera en 1911, gracias al empeño de los hermanos Álvarez Quintero.
Si bien la glorieta de este monumento dedicada al escritor es uno de los espacios emblemáticos del paisaje urbano, fue difícil que ese proyecto se convirtiera en realidad. En 1884 se le encargó la realización de una obra a Antonio Susillo que iba a estar ubicada en las márgenes del río, pero un escándalo económico en el Ayuntamiento y la falta de apoyos sólo dieron para promover varias ceremonias y una publicación. Por esas fechas la Sociedad Económica de Amigos del País pedía también la participación económica de los ciudadanos para costear el traslado de los restos, en un texto que cargaba las tintas en el calvario sufrido por Bécquer: "Necesitamos que todos contribuyan a la memoria del poeta, para que el extranjero que admira la pureza de nuestro cielo y la grandeza de nuestros monumentos, pueda decir un día al ver el nombre de Bécquer grabado sobre la piedra: La ceguedad de los hombres le dejó morir oscuro, su vida fue un valle de lágrimas; pero su pueblo recogió sus restos y en páginas inmortales los transmitió a la posteridad.  
Y muy cerca del espacio cultural de Santa Clara contemplamos, al paso, un balcón muy especial. Hemos dejado atrás la plaza de San Lorenzo, y por supuesto, hemos visitado al Señor de Sevilla en su Basílica Menor, hemos admirado el monumento a Juan de Mesa, obra de Sebastián Santos, hijo del insigne imaginero natural de Higuera de la Sierra. A mitad de la calle Santa Clara, cuando ya divisamos la torre del infante Don Fadrique, nos paramos ante el que fuese Palacio de los Bucarelli, genoveses venidos a Sevilla por aquellos dorados años del desembarco de las riquezas del recién descubierto Nuevo Mundo. Este palacio pasó a manos de los Condes de Santa Coloma, y en ese palacio una hermosa dama: la mismísima Condesa de Santa Coloma. Podría tener unos 30 años y podría ser una de las mujeres más bella de la ciudad ¿Por qué no? Sobre el balcón unas macetas de los más bellos geranios y gitanillas, una hilera de nidos de golondrinas le sirven de especial  alero. Cuando ya el sol debelado torna la tarde de un rosa sosegado y mágico, la Condesa sale al balcón y riega sus plantas y macetas, mientras las golondrinas revolotean sobre la calle, de un extremo a otro de la fachada de palacio. Gustavo Adolfo, de catorce años, espera cada tarde la aparición de la Condesa en su primorosa tarea de regar las plantas y esparcir su belleza en la tarde de primavera sevillana, y siempre ajena al sentimiento de un muchacho que suspira por sus encantos:
“Volverán las oscuras golondrinas
en tu balcón sus nidos a colgar,
y otra vez, con el ala a sus cristales
jugando llamarán;
Pero aquellas que el vuelo refrenaban
tu hermosura y mi dicha al contemplar,
aquéllas que aprendieron nuestros nombres…
ésas… ¡no volverán!
Volverán las tupidas madreselvas
de tu jardín las tapias a escalar,
y otra vez a la tarde, aún más hermosas,
sus flores se abrirán;
Pero aquéllas, cuajadas de rocío,
cuyas gotas mirábamos temblar
y caer, como lágrimas del día…
ésas… ¡no volverán!
Volverán del amor en tus oídos
las palabras ardientes a sonar;
Tu corazón, de su profundo sueño
tal vez despertará;
pero mudo y absorto y de rodillas,
como se adora a Dios ante su altar,
como yo te he querido,… ¡desengáñate!
 ¡Así no te querrán! 

                Ahora que sumamos años y recuerdos, creo que tendremos que decir, con el poeta romántico Bécquer, que algunos “no volverán”.
                                                                                                                             Desde Sevilla,
                                                                                                              Manolo Rodríguez Bueno

miércoles, 18 de enero de 2012

SITIOS RECOMENDADOS

El día del cumpleaños de mi hija nos cogió en Florencia. Habíamos salido temprano de Bolonia, en un confortable tren. Nada más llegar nos dirigimos a la Piazza del Duomo. Sorprende la enorme catedral florentina con sus mármoles blanco y verde y su gran cimborrio, donde el arquitecto Brunelleschi realizó la proeza de esta difícil cúpula, de enormes dimensiones.
La plaza tiene un baptisterio independiente de puertas doradas y un campanile esbelto, cuyas ventanas se hacen mayores si se asciende por esta torre. Esta catedral dedicada a Santa María del Fiore merece la pena visitarse, pero antes, pasamos por un restaurante, tipo selfservice. Llevábamos varios días comiendo pasta y, en la vitrina del bar, unos platos con escalopes a la milanesa y patatas fritas aguardaban el momento de entrar en el microondas. “Veremos la catedral y luego daremos cuenta del filete empanado que tan buen ver tiene”
Acompañé a mi hija hasta lo más alto de la cúpula. 107 metros por una escalera angosta y desigual, con cerca de 500 escalones. Tramos de caracol, otros de altos escalones, gente que bajaban por el mismo conducto... y la respiración que se hace acelerada, mientras los músculos de mis piernas flaquean.
Un descanso en el anillo bajo la cúpula, y vistos los frescos que representan el Juicio Final. Un último esfuerzo, hay que tomar aliento y por fin una puerta nos lleva al exterior, donde una vista panorámica de Florencia se nos muestra, junto a un aire fresco y consolador: “Hemos llegado” Todo aquí es esplendoroso, pero aún queda descender por esos altos escalones. Lo peor ha pasado.
En el restaurante, dimos debida cuenta al filete empanado y las patatas, unas ricas berenjenas con bacón y queso, gratinadas y un reposo a los cuádriceps, para ponernos presto a pasear por delante del Palazzo Vecchio, donde Cosme I de Médici, señor de Florencia, vivió durante parte de su vida. Cerca de allí en dirección al río Arno, la Galeria de los Uffizzi tiene demasiada cola humana para pararnos en su museo pictórico de los primeros de Europa.
Nos dirigimos al Palacio Pitti, erigido con grandiosidad por otra familia noble (Los Pitti) que no pudieron mantenerlo y tuvieron que ponerlo en venta. ¿Quién lo adquiere? El mismísimo Cosme de Médici, que manda construir una galeria, sobre el Ponte Vecchio para llegar desde el Palazzo Vecchio al Palazzo Pitti, después de haber sufrido un atentado frustado contra su persona.
Los jardines del Palacio Pitti constituyen un paseo ascendente que nos hace abrir el apetito de nuevo. En la plaza prinicipal adquirimos una tarta, llevábamos los dos números que representaban los años de mi hija, y procedimos al ritual de las velitas, y un café italiano, nunca demasiado caliente.
Más tarde, fuimos a Santa Croce, la iglesia donde está el panteón de Michelángelo, el polifacético artista homosexual, a la que le gustaban los jóvenes patricios. La Academia estaba ya cerrada, por lo que dejamos al David para otra ocasión.
            Al caer de nuevo sobre el vagón del ferrocarril mis piernas tenían clavadas agujetas como de metal, pero mi espíritu estaba alegre por haber conocido esta bella capital de la Toscana.

martes, 17 de enero de 2012

Etiología del alma

            Relato breve  de M.R.Bueno                                                                                    



La tormenta sacudió levemente los cristales de la salita de estar. Braulio levantó la mirada del libro que sostenía entre sus manos y al poco, escuchó el agua golpear la cubierta del edificio. En los minutos siguientes, la lluvia daba un brillo especial a las piedras de la calzada y hasta las carrocerías de los coches se deshacían de la capa de polvo y recobraban un aspecto novedoso.
-          ¡Bueno, ya estamos en otoño... ¡¡Cómo pasa el tiempo!- se dijo a sí mismo, mientras miraba a través de la ventana.
Por la calle, unos corrían, otros caminaban bajo los paraguas, los autos levantaban finas partículas líquidas por sus redondos neumáticos, y Braulio sentía, de nuevo, el bienestar de los días lluviosos. Recordó aquellas tardes grises en el internado, esas horas en la clase de estudios, como llamaban al aula escolar donde se agrupaban, por cursos. Allí se dedicaban, según estaba preestablecido en el horario del centro, a preparar las asignaturas del día siguiente y las tareas impuestas en las clases de la mañana y en las primeras horas después del corto descanso que seguían al almuerzo.
Odiaba las épocas de mucha luz, aquellos mediodías en el cortijillo de la abuela, donde tenía que pasar los veranos. Según los médicos, el aire puro era lo mejor para la enfermedad de su madre. La abuela, que sobrevivió a su hija, estaba encantada de pasar largas temporadas en la finca. Allí podía ordenar, como antaño, al guarda y a su familia, únicos sirvientes que quedaban en la tierra, que hiciera esto y lo otro: Les mandaba regar la delantera de la casa, echar de comer al caballo, viejo testimonio de una cuadra repleta de corceles, y dar un repaso por las matas que aún crecían detrás de la casa, y que constituían la obligada fuente de verduras con que se iniciaba el almuerzo de cada día.
Había encargado encalar la fachada y los testeros de la casa, para lo cual hizo venir del pueblo cercano a un padre y sus dos hijos. La luz del campo reverberaba en el frontispicio y cegaba los ojos, pero la abuela siempre decía que el blanco quitaba calor a las paredes.
El campo aburría a Braulio. Después de tanto encierro en el internado, las vacaciones no tenían más alicientes que escapar de la vigilancia de la abuela y acercarse a las orillas del riachuelo que pasaba a casi un kilómetro de la casa. Junto a los hijos del guarda de la finca se zambullía entre aquellas frescas aguas, en los lugares que ya sabían eran más profundos, aunque insuficientes para cubrirlos por entero. Siempre lo hacían desnudos para no mojar la ropa interior, unos calzoncillos blancos de tela que le cosía una costurera del pueblo, y que llevaban marcado, en hilo rojo, las iniciales de su nombre y apellidos, según norma del colegio. Los días que venía la hija menor del guarda, ésta se bañaba con unas braguitas blancas aunque muy pasadas por el incesante uso de la prenda y la escasez de medios económicos.
Braulio mostraba los libros del curso a sus únicos amigos y le contaba alguna que otra curiosidad del cosmos, las estrellas, los planetas... cosas que, en definitiva, eran parte de la asignatura de Ciencias Naturales. El hijo mayor del guarda contaba que había visto en el cielo, durante la noche, correr las estrellas y cambiar de sitio, como si estuvieran jugando a perderse en el cielo.
Recordaba a su madre echada en la cama durante días, o sentada en la butaca frente a la ventana grande del salón, con una humeante taza de infusión de hierbas olorosas y amargas. 
                                                                                                   
-          ¿Por qué no montas un poco a caballo? José te lo ensilla y puedes aprender a montar. ¡Un señorito debe saber montar a caballo! – le sugería la abuela, pero Braulio no sentía ninguna inclinación hacia aquel viejo animal, que miraba con ojos lastimeros a todo el que entraba en la cuadra.
Después del verano, volvían al pueblo. La costurera repasaba la ropa que había de engrosar la vieja maleta oscura, medía los pantalones y siempre terminaba exclamando, delante de su familia:
-   ¡Este niño no para de crecer! ¡El año que viene ya no podré sacarle más bastilla al pantalón, y habrá que hacerle uno nuevo!  -
Los días se tornaban más oscuros y la tierra exhalaba un aroma propio con las primeras lluvias de septiembre. Braulio aún podía recordar aquel olor que subía hasta el porche, donde se refugiaba del mal tiempo, mientras un “visillo” de humedad y bruma hacía más invisibles los viejos olivos de la finca. Ya sabía que esto era un anuncio de que volvería a empezar un nuevo curso, y tendría que encontrarse con sus compañeros del internado.
Cierto día, cuando el curso estaba casi a punto de terminar, el conserje entró en la clase y anunció que el director quería ver inmediatamente a Braulio Marcos. Con pasos nerviosos salió de clase, y mientras recorría los solitarios pasillos su nerviosismo aumentaba. La presencia del director turbaba a todos los alumnos, era un hombre alto y delgado, de abundante pelo blanco, lentes deslizadas por su recta nariz, por encima de las cuales escrutaba la conducta de los peores alumnos y les sometía a castigos ejemplares.
-          ¿Qué pasaría para que el director le llamase? – se preguntaba, mientras los compañeros de clase le veían partir del aula temiendo que a Braulio le cayese un duro correctivo. Llamó despacio, con miedo, a la puerta y la voz del director sonó al otro lado de la madera.
-          Pasa, Marcos – le decía
Una vez dentro le anunció la muerte de su madre, y le concedía el permiso necesario para que durante tres días faltase del colegio, a donde pasaría a recogerle su padre, por lo que debía equiparse de algunos objetos personales de higiene y ropa interior suficiente para esos días de luto en el pueblo.
A partir de ese momento sus vacaciones en el campo terminaron, pero el luto impidió a Braulio, durante varias semanas, cualquier actividad que traspasara los muros de la mansión, delante de la cual se abría un ensanche, a modo de plaza, donde se levantaba una vieja ermita desconchada, con espadaña y veleta que ningún viento ni huracán lograban ya hacer girar.
Dentro, un solo altar taraceado de molduras metálicas delante de un retablo retorcido y oscuro, y algún arcosolio de personaje de la hagiografía de la zona, donde tantos conventos se habían convertido en cortijos, y en casas de labor agrícola. Un púlpito, cuyas escaleras crujían desafiando el coraje del cura, y desde donde se hacía la proclama encendida de la virtud y el castigo eterno sobre las llamas de la hoguera satánica, en los días en que allí se celebraba alguna misa.
Su padre fue el gran ausente de su vida. Siempre había un pretexto para pasar días fuera de la casa. Había que viajar a Extremadura o a tierras cordobesas. Comprar simientes, vender los cereales, comprar cabezas de ganado, venderlos, las ferias, los días de caza en el coto de Don Valeriano, las partidas de cartas en el casino o las reuniones de la hermandad del Cristo de la Sangre.
Aquel verano, después de la muerte de su madre, la abuela guardó el luto familiar en el pueblo, donde iba recibiendo cada tarde a distintas familias del pueblo. La señora de Don Valeriano también se dignó visitar la casa, y bien que ordenó todo la abuela para sacar la vajilla más valiosa y ofrecer el té como es debido.
Doña Angustías era una señora con todo el porte de la nobleza más distinguida. De pelo blanco, majestuosamente escardado y lacado, no había ni un solo cabello que no estuviese justo y debidamente en su lugar. Apareció delante de la puerta en un coche de caballo, cerrado y tirado por dos corceles blancos. Se santiguó delante de la ermita y entró en la casa.
Recordaba Braulio la insistencia mostrada por tal noble señora, que no cesó de manifestar la necesidad de relaciones sociales que debía acometer un estudiante de bachillerato, como él, de familia de buenas costumbres e ilustre prosapia. No sé si la abuela creyó tales consejos o pretendió apoyar la integración social de Braulio, por considerar que era bueno para la formación del nieto, pero desde aquel día, visitó a distintas familias del pueblo que podían tener hijos de la edad de Braulio con la idea de establecer nuevas amistades, por supuesto, todas bajo el control y aprobación de su tutora y estimada abuela.
La otra cuestión era la conveniencia de tomar alguna servidumbre, como ya antaño había en aquella casa, según recordó Doña Angustias, que debía tener muy buena memoria para recordar tantos detalles de las familias y las casas de los más pudientes del lugar.
La primera de las propuestas fue un fracaso. Las amistades, con las que había acordado diferentes citas la abuela de Braulio y algunas madres y familias del entorno, aburrieron a nuestro protagonista, unas veces porque eran unos jóvenes y estirados estudiantes que hablaban de la monta y la doma de potros, y otras porque algún hiperactivo mozuelo, ponía en jaque la tranquilidad natural y el sosiego corporal de Braulio, a quién enfermaba correr o subir a los árboles de las fincas cercanas. Lo cierto es que, cada vez más, fue buscando la soledad y las excusas más diversas para quedarse en casa. Unas veces, un dolor imaginario de cabeza o de tripa; otras repasar los temas y hacer las lecturas de vacaciones, que le habían recomendado en el colegio antes de salir del internado.    
La segunda propuesta de Doña Angustias fue más acertada. Entró en la casa una muchacha, unos diez o doce años mayor que Braulio. Una nueva sirvienta, hija del alfarero del pueblo, una de las menores porque este artesano tenía prolija descendencia. Braulio la vio por primera vez el día que la abuela la presentó en el entorno familiar.
-          Lucía se encargará de ayudarme a llevar la casa, que ya estoy muy mayor y las habitaciones se me hacen cada día más grande – explicó inútilmente la abuela, mientras Lucía dibujaba una leve sonrisa en su rostro y miraba al joven de la familia.
Lucía tenía cara redonda y mejillas carnosas, ojos muy grandes y oscuros, cejas pobladas y labios gruesos. Cuando hablaba mostraba unos dientes blancos y sanos. Vestía casi siempre con vestido de mangas cortas, escote recto y zapatos planos. Sus pantorrillas redondas y torneadas, también carnosas como sus brazos. Fuerte para el trabajo, debió pensar la abuela. Pelo castaño oscuro, siempre recogido con cola o moño de negras horquillas y de estatura superior, en más de un palmo, a la de Braulio.
A los pocos días, la abuela había sacado del baúl de la ropa usada, algún traje de los que dejó su difunta madre, y siempre que fueran batas de estar en casa y tela de regular calidad. Los trajes más valiosos volvieron al baúl o al ropero del dormitorio de su padre, donde estuvieron siempre. A Lucía le caían estrechas aquellas prendas de la difunta madre, cosa que Braulio observaba con cierto morbo, pues los amplios pechos de la chica parecían hacer estallar la botonadura delantera de los vestidos grises o de discretos y pequeños cuadros blancos marfil y negros, y dejaban un resquicio leve, pero suficiente para, buscando el ángulo adecuado, percibir el blanco sujetador, que recogía las generosas ubres de la sirvienta.
Una tarde, la abuela dormía en su butaca, con la radio encendida sobre la mesa de la salita de estar. Braulio caminó errante por la casa, sin nada que hacer, ni nada que pensar. Aunque la abuela le recomendaba que durmiera la siesta, Braulio jamás había conciliado el sueño en esas tórridas horas entre el almuerzo y la merienda. En el salón, descorrió la cortina, levemente, sobre la ventana que daba al patio. Allí encontró a Lucía con un barreño de ropas mojadas, como recién lavadas. Sábanas y toallas blancas que la muchacha pretendía tender sobre los cordeles atados a escarpias bien clavadas en la pared. El blanco de las sábanas al sol volvió a herir los ojos de Braulio, como la cal de la finca de campo. Lucía era un punto más oscuro y hacía descansar su mirada, atareada en tensar bien los cordeles para que las sábanas no rozaran el suelo, la muchacha estiraba los brazos hacia arriba y descuidaba el pliegue inferior de su vestido, que se izaba a medida que los brazos llegaban con esfuerzo a las altas alcayatas. Braulio descubrió una porción de los muslos de Lucía entre las corvas y su ocasionalmente elevado vestido. Aquella carne desnuda, silente y de redondas formas, entusiasmaron a Braulio, que quedó extasiado por la sensualidad de la sirvienta. Algo nuevo despertaba en sus deseos de muchacho, y a partir de ese momento, Braulio buscó un discreto punto de observación por toda la casa. El momento preferido era la tranquila hora de la siesta, cuando la abuela se entregaba al reparador y sonoro descanso, boca abierta y con la monótona narración de un serial radiofónico. La seguía, en silencio, para verla subir las escaleras y desde abajo reencontrarse con las exuberantes piernas de Lucía, o desde la azotea divisar el escaso ángulo de un escote holgado ya sin formas a causa de los abundantes lavados.
Braulio hubiera dado cualquier cosa a cambio de poder encontrar un ventanuco apropiado para asomarse al cuarto de la sirvienta, donde ella se encerraba con un lebrillo de barro grande y lleno de humeante agua, y de donde salía con un vestido limpio y oliendo a jabón. El dormitorio de Lucía estaba en la planta alta. Abajo, dormían el resto de la familia, las noches en que, aunque de madrugada, su padre llegaba a casa, al que oía por las gruesas pisadas de sus botas.
Una mañana Lucía salió, como tantas veces, canasto de mimbre colgado del brazo, a realizar la compra que la abuela le encargaba. Braulio, subió las escaleras sin que su abuela se percatara y entró en el dormitorio de Lucía, cuya puerta estaba sin llaves. Miró en los cajones las prendas más íntimas de la lencería, las medias oscuras, los escasos vestidos, la cama y unas zapatillas en el suelo. Braulio no deshizo el orden del cajón, pero acarició las ropas que estarían más en contacto con la piel de Lucía. Luego, cerró el cajón y salió de la habitación dejando todo como estaba.     
Aquel verano supuso también el encuentro con las ciencias. Braulio fue aficionándose a los libros que hablaban de los descubrimientos y exploración de las células, de la química y la astrología. Pensó que su tiempo podía ocuparlo con algún aparato que podían comprarle, tal vez telescopios, lupas o microscopio, y de seguro que el farmacéutico podría darle alguna dirección donde pedir alguno de estos utensilios o algún matraz, probeta y tubos de ensayos. La lectura de los libros del colegio se podía complementar con algún tomo, préstamo que el médico pudiera hacerle durante los meses que quedaban de vacaciones. Mientras tanto, perseguía a Lucía por las tareas de la casa, sobre todo aquellas que pudieran desarrollarse lejos de la presencia de la abuela.
Hasta sintió una enorme alegría el día que escuchó a la abuela preguntarle.
-      ¿Tu no tienes novio, chiquilla? -    
-          No señora – respondió Lucía con cierta tristeza.
-          ¡Yo seré su novio! – pensó delirante el joven mientras buscaba un libro que nunca había puesto en la salita donde Lucía planchaba y la abuela todavía daba unos apurados toques de aguja e hilo a una vieja mantelería. 
Sus últimos pensamientos diarios eran para Lucía, y sobre todo para sus redondas caderas y sus dorados muslos que quería volver a ver cada día. La imaginaba dormida en su habitación y él contemplándola sentado sobre la cama. Así hasta que le vencía el sueño en la oscuridad del cuarto.
Llegó, como todos los años, el final del verano. La vendimia, los carros con la uva, las máquinas estrujando los redondos granos, el orujo donde se apelmazaban las semillas, los cabos de los racimos y el pellejo del verde fruto, las pasas que Braulio cogía para masticar su dulce y escueta carne. Volvían al pueblo, donde estaba el lagar. Eran los días en que más veía a su padre. La bodega se levantaba en la parte trasera de la casa, a donde se accedía a través del corral, con las asustadizas gallinas que se alborotaban al paso veloz de Braulio en dirección a la casa, donde su abuela reclamaba su presencia para el almuerzo.
Había algo que le disgustaba en demasía. Su padre empezó a mirar a Lucía insistentemente, y en sus ojos notaba frenéticos deseos carnales. Odiaba a su padre, cada vez que pensaba en la posibilidad de que su progenitor rompiera sus mejores sueños de adolescencia, y así fueron pasando los días. El movimiento de las botas en la bodega indicaba que el mosto empezaba su anual gestación, perdiendo azúcares y ganando grados de alcohol, en el lento y letal proceso de transformación. El mosto habría de quedar ahí, en la umbría del otoño, hasta que llegada las vacaciones de la Navidad, sirviera para hacer negocios, catas, fiestecillas con los hermanos del Cristo de la Sangre, y la asistencia de algún aficionado al género flamenco.
Las tardes cortas, y un descenso de temperatura, hicieron a Lucía cubrir sus brazos con un jersey de punto, lo que dificultaba la visual y furtiva auscultación de sus pechos. Era irremediable, tenía que empezar un nuevo curso, era previsible coger de nuevo el coche y las maletas y partir para el internado. No por eso aquel verano todo se hizo más dramático y difícil. La razón era - ¿cómo dudarlo? - la ausencia de Lucía, y la cercanía de su padre, y él que no estaría allí para saber que ocurría. Pensó que en ese tiempo que duraba el primer trimestre, Lucía podía encontrar novio, casarse, abandonar la mansión... ¿Qué sería de su vida sin la presencia de Lucía en la casa? ¿Quién llenaría las horas en el sopor de la tarde mientras la sentía cerca, subiendo o bajando las escaleras, entrando acalorada con la cesta llena de paquetes del mercado, con un hilo de brillo en su barbilla, moviendo sus pechos al compás del refregar las camisas del lavado, sobre la pila del corral? ¿Cómo soportar tres meses de encierro en el internado?.


                                                             oooooooooooooooooo


            ¡Otra vez otoño! – volvió a repetirse a sí mismo- Ya no había necesidad de cambiar de residencia para afrontar un nuevo curso. Braulio había opositado a catedrático de instituto, y había fijado su residencia en aquella ciudad, pequeña y provinciana, pero con puerto de mar. En su pequeño apartamento en el centro histórico, Braulio seguía solo, entre cientos de libros, y varios microscopios, lentes y utensilios, como los que un día soñó poseer.
Su vida transcurría entre clases, reuniones de claustro, corrección de exámenes, y estudiar. Estudiar y leer, Braulio, profesor de Ciencias Naturales, se había convertido en un lector que dedicaba todo el tiempo libre a su afición predilecta. El apartamento, situado en el último piso de un viejo bloque de viviendas sin ascensor, le permitía pasear por aquellas vetustas callejuelas, cerca del Centro de Arte, donde exponían sus cuadros los más variados artistas. El tráfico de automóviles no le molestaba en demasía, debido a que los ruidos apenas llegaban a la cuarta planta, pero sí oía a la perfección el viejo reloj de la iglesia de la Anunciación: Tam, tam, tam... pausadas campanadas que parecía prolongar un eco añejo entre los bloques oscuros y pétreos del barrio histórico.
Alguna vez, cuando el clima no era demasiado húmedo, paseaba cerca del puerto. Su vista se perdía en un horizonte diamantino y salado, que se mezclaba, en ciertos sectores, con el olor húmedo y grasiento de las viejas embarcaciones de pesca. Las gaviotas cruzaban el aire, con sus graznidos entre las grúas del puerto y las farolas del alumbrado público.
¡Cómo había cambiado la vida!- exclamaba para sí, cuando recordaba aquellos comienzos de un nuevo curso escolar. Ahora, peinaba abundantes canas en sus sienes y su rostro no ocultaba la nervadura de los años, pequeños vasos oscuros resaltaban en sus mejillas, entre los surcos de su piel, que ineluctablemente marcaba el derrubiar del tiempo por las orillas de la vida. No era un hombre viejo empero, si por ello se entiende no haber sobrepasado los 44 años.
¡Un nuevo curso que también estaba cargado de amargura! La pequeña Lourdes había terminado el bachillerato y debería estar ya matriculándose en la Facultad de Filología. Si, a veces, sentía vergüenza descubrirse enamorado de una jovencita de 18 abriles, otras acariciaba la idea de poder sentir como la pequeña cabeza de la alumna recaía en su hombro, sentados imaginariamente sobre el banco de la alameda, a los pies del estanque, donde florecían los nenúfares. ¡Qué ternura su voz menuda cuando respondía a las preguntas de clase de Ciencias! ¡Extraordinaria alumna, de pálida piel y cabellos claros, delgada y de ojos celestes! Tenía Lourdes la mirada más dulce de cuantas había conocido nunca, y su leve sonrisa, su caminar pausado, cabizbaja casi siempre, le daban el aspecto de una doncella virgen en el castillo de la Madonna del Amor. Pero las aguas del estanque de los jardines, cerca del puerto, únicamente reflejaba su solitaria figura, enfundada en su traje marrón.
En el salón del apartamento una fotografía, enmarcada en piel, de los alumnos del último curso de bachillerato, hería el corazón de Braulio. Nunca había conocido tanta poesía como la que exhalaban sus trémulos labios. Nunca había visto ojos de mirar tan delicados. El recuerdo de Lourdes le daba sentido a su vida y le producía, en ocasiones, una especial desolación.
-          Tendría usted que buscarse una compañera, señor Marcos. Ya lo dice el proverbio. “No es bueno que el hombre esté solo”- le decía Don Jacinto, el profesor de más edad.
-          Pues, tenemos a dos compañeras solteras – le seguía Don Concha, la de Matemáticas - Lolita, la de francés y Belén, la de lengua. Ya lo saben ustedes –
¡Como comparar a nadie con la juventud, la armonía, la poesía misma...! ¡Cómo pensar en nadie que no fuera la joven Lourdes! ¿Perdida, quizás, para siempre? Tal vez, podrían encontrarse un día, en cualquier calle... Podía ir, por las tardes, a la librería donde Lourdes decía que adquiría sus libros de literatura. ¿Y si la invitara a tomar el té una tarde? Podía regalarle un libro de poemas... O tal vez, unas rosas... ¡No, eso sería muy indicativo, muy relevante! ¡Sería como descubrir su amor ante ella! ¡Un libro sería lo mejor!     
Un nuevo trueno hizo resonar los cristales y tembló la lámpara a modo de antiguo velón, con sus lágrimas de cristal, en la mesita donde permanecía la foto de los alumnos del instituto. No está la tarde para salir, pensó, mientras cruzaba el salón de lado a lado. Aún faltaba para la cena que él mismo se preparaba, frugal y caliente. El almuerzo lo hacía en el céntrico bar del Ateneo, y siguiendo la costumbre, nunca faltaba un primer plato de ensalada de verduras.
Todavía, conservaba el libro de Paulo Coelho entre sus manos, de pié junto al cristal de la ventana. Llovía sobre la acera, sobre las azoteas, sobre los autos, sobre la gente... Recordó unas frases de aquel libro, y volvió páginas atrás para releer:
- “Si pudiera dar un consejo, le diría a todo el mundo: escriba. Sea una carta, un diario o algunas anotaciones..., pero escriba. Si quiere entender mejor su papel en el mundo, escriba. Procure colocar su alma por escrito, aunque nadie lo lea... El simple hecho de escribir nos ayuda a organizar el pensamiento y ver con claridad lo que nos rodea. Un papel y una pluma operan milagros –curan dolores, consolidan sueños, llevan y traen la esperanza perdida... ” -
Braulio se acercó pensativo a la mesa, soltó el libro y se sentó delante. Cogió unos folios y una pluma. Miró de nuevo, levemente, a la ventana, y al fin, empezó lentamente a escribir:

- “Mi vida ha sido un auténtico fracaso. La soledad y el desamor me han marcado, con el hierro caliente de la desesperación... -
           
                                                                             -=O0O=-