jueves, 16 de febrero de 2012

Raíces perdidas

                                                                     Relato breve de Manuel R. Bueno     

   Algo saltó delante de Jesús. Buscó entre la tierra granulada y oscura, entre la seca broza y los restos de comida. Un saltamontes acechaba los movimientos a su alrededor; sus patas, espinosas y enjutas, flexionadas para un nuevo salto, lo mantenían, de momento, en mortecina quietud. Jesús cogió un terrón de tierra, se lo arrojó encima y el saltamontes respondió con un nuevo brinco, separándose otros tres metros, mientras la atmósfera se irisaba con el calor de agosto y secaba, cada día más, la hojarasca que habían colocado sobre el chozajo, que servía de cobijo a los obreros agrícolas, y donde se depositaban el pequeño barril, con boquilla de caña, para beber, y algunas alforjas sucias, entre los aparejos de esparto y piel o el hornillo de madera, para majar el tomate y el pan.    
El pueblo blanco y apacible se situaba al fondo, como en el lienzo de un artista plástico. La torre sobresalía en el conjunto de casas bajas con tejas marrones, llenas de verdina, y algunas palmeras esbeltas y trémulas. Jesús esperaba el mediodía para oír el sonido lejano de las campanas, anunciando la víspera del festejo patronal.
José se acercó, escardillo al hombro y un pañuelo de cuadros oscuros al cuello, con el que secaba el sudor espeso y caliente.
-          ¡Menos mal que mañana es fiesta! – dijo mientras levantaba, con sus manos rugosas y encalladas, el barril de agua y daba varios tragos. El último lo escupió a la reseca tierra absorbiéndola al instante. - ¡Maldita sea! – añadió, pasándose ahora el pañuelo por la boca - ¡Ojalá, pudiera hacer un pozo aquí, o que cayeran chuzos durante tres días! ¡La tierra quiere agua, no hay una mata en condiciones...! – dijo sentándose sobre los aperos.
-          ¿No hablaban algo de unos regadíos? – contestó Jesús.
-          ¿Regadíos? ¿A quién le importa el campo? ¿Al Gobierno? – y escupió con fuerza al escabroso terreno.
-          Hay sitios en los que han hecho pantanos para regar –
-          Aquí nada de nada. ¿Desde cuando no vienes a las fiestas? – preguntó José
-          Ya hace, al menos, unos diez o doce años –
Tenía en su mente el recuerdo de la niñez, sus días en el campo, la caída del sol, las bestias de la faena agrícola, los juegos con Tomás, la alegría de imaginar un hermoso corcel cuando llevaban por montura viejas mulas, que solo acertaban a acelerar torpemente su paso por las tierras llanas alrededor de las eras. ¡Si pudiera trazar cada cual su destino, si se pudiera echar atrás y corregir un rumbo equivocado...!
Después de un corto silencio, Jesús preguntó:
-           ¿Cuál eran las tierras de Tomás Carranza? -
-           ¿Las de Tomasito?: Aquellas del girasol, las que llegan hasta aquel cañaveral...
Tomás, al final, tuvo suerte. El señorito lo acogió en su casa, meses después de que el único hijo de éste falleciera de una temible y rápida enfermedad. Desde entonces, Tomás fue ocupando el espacio vacuo en aquel hogar, pudiente e inmenso, con patios, corrales, cuadras, azoteas... Lo peor fue la depresión nerviosa que tuvo que soportar durante una larga temporada.
José se levantó y llevó unos aperos hasta el Lanz Rover que tenía cerca del camino. Esto era señal de que había que levantar el sitio y marchar para casa, antes que el sol calentara aún más de lo que ya lo hacía en aquel momento.
-      ¡Pues, hala... nos vamos! – dijo José poniéndose al volante y girando la llave de contacto. El motor dio un fuerte rugido mientras José apretaba el pedal del acelerador y el tubo de escape exhaló una bocanada de humo. Luego cerró la puerta, y Jesús se sentó a su lado. José encendió un cigarrillo y sin apartarlo de sus labios, metió la velocidad y arrancó. Un rastro polvoriento siguió al auto hasta la carretera, y Jesús siguió recordando:
Tomás había tenido relaciones sexuales con Esperanza, la sirvienta del hogar, mayor que él, pero cuyo cuerpo enloquecía a su joven amigo. Algunas veces se lo contaba a Jesús (incluso en una ocasión llegó a ser testigo). La había tocado en ciertas ocasiones debajo del delantal, y hasta había palpado los pechos de la muchacha. Jesús le envidiaba, se sentía incapaz de tentar la suerte acosando a una mujer. Tomás era otra cosa, más lanzado, más atrevido y por eso tenía más suerte con el género femenino. Se lo contaban casi todo: se fue produciendo, entre Tomás y la sirvienta, una mayor confianza y habían llegado a la unión carnal. ¡Aquellos tiempos eran distintos!
Llegados a la carretera José imprimió velocidad hasta el pueblo, donde se disparaban cohetes con aires de fiesta. Algunas calles aparecían engalanadas, con banderitas de colores y en algunos balcones se desplegaban ya las colchas y demás colgaduras.
-          ¿Qué hace ahora Tomás? –                                                                                                        
-          ¿Tomasito?: Vivir del comercio que le dejó el difunto don Andrés. Tiene varios hijos, se casó con una buena muchacha.-
-          Espero verle estos días.-
 Nadie debía saber que llegaban a copular en la soledad de los trasteros de la casa, pero un día Esperanza vino con la sorpresa de estar embarazada. Aquello fue un duro golpe para Tomás, se sintió culpable, atrapado por la situación, y hasta temió, fundadamente, que iban a ser despedidos tanto él como Esperanza. Tuvo una fuerte crisis y después nadie sabe ya que fue de la sirvienta, que retornó a su pueblo de origen, ni de su falsa alarma de estar preñada. Poco a poco, Tomás volvió a ser el mismo, aunque algo tocado por los incidentes y la medicación. Todavía andaba por el pueblo, entre tierras y propiedades que heredó de su padre adoptivo, y la tienda que ya le dijera José.
Al día siguiente, Jesús despertó y escuchó los sones de una música distante pero que se percibía con sonora precisión.
-          ¡Ah, las fiestas! – dijo mientras buscaba una nueva postura en la cama para seguir un rato más sobre ella. El pasacalle se hacía más cercano y los saxofones y las tubas entonaban alegres pasodobles con sabor taurino. Escuchó también la voz de José, que debía estar ya levantado y listo para lanzarse a la calle en su jornada de descanso.
Lentamente se echó abajo de la cama e instintivamente acarició su anillo de boda, como lo hacía desde algún tiempo. Laura ya no estaría más a su lado, enterrada en aquel desconocido cementerio, donde las lápidas vecinas llevaban nombres extraños de gente de las que nada se sabía. El cementerio de su pueblo era distinto. Allí estaba la tumba de sus padres, cerca la de los tíos e incluso recibió cristiana sepultura el primo de su padre, el de la bodega, el tío Cristino, que se arrojó al pozo del patio central, cerca de donde los carros aguardaban para pesar la uva y ser molida con la nueva maquinaria que había adquirido, y que le llevó a la ruina al no darse debida salida al mosto de aquellos años.  
Tardó un rato en salir de aquella habitación. En un rincón, una palangana lacada o improvisado lavabo, sobre armadura de hierro, le sirvió para refregarse la cara, después de verter un poco de agua con ayuda de la cubeta de latón con el asa algo magullada. Luego se mesó la cabellera con un peine de carey, contemplando levemente su rostro a través de las estrías del desgastado espejo. La vieja cama de madera, con cabezal de palillos torneados, y un crujiente ropero, cuya puerta se abría con dificultad, eran, junto a una mesita de noche, los escasos muebles del cuarto habilitado para alojarle. Al salir, el podenco, echado sobre la estera del comedor, levantó, sin entusiasmo, la cabeza, y después de pasar Jesús, volvió a su dormidera habitual. En la cocina, su hermana Nati salaba trozos de carne, con diminutas partículas de ajo y hojas de laurel seco, junto a un barreño donde flotaban patatas troceadas y sin piel.
-          ¿Cómo has dormido? – preguntó la cocinera familiar.
-          Bien, ¿y José? –
-          Ha salido. Ha llegado Mariano, el de junto, y le ha dicho que en la bodega del tío Cristino ha habido muertos esta noche. No sabemos mucho, pero él ha ido a enterarse de lo que pasa –
-          ¿Muertos? – dijo, y después de acariciarse el mentón con aires novelescos, añadió- ¡Por fin se anima el pueblo! ¿Y quienes son las víctimas? –
-          ¡Cuándo llegue lo sabrás! ¡A ver que trae! ¿Te pongo una tostada y un café? –
-          Bueno... si estas ocupada salgo al bar de Fernando –
Por toda respuesta, Nati se secó las manos en el delantal oscuro y cortó una rebanada de aquel pan grande y prieto.
-          La vieja bodega – pensó, mientras añadía un chorro de oscuro aceite al tostado pan, sentado delante de la mesa de comedor – Primero, la ruina, después el suicidio del tío Cristino, luego el derrumbe de la tapia, el accidente de los albañiles y ahora, muertos. ¡Pero, si estaba cerrada y en conflicto con los bancos y los herederos! –
La campana en la torre parroquial emitió su metálico tañido. Su triste son no encajaba con los aires festivos que se perdían por las calles más alejadas. La sonora cohetería junto a la iglesia, compelía al viejo podenco a moverse sin llegar al nerviosismo. Aquellas campanadas eran conocidas, las había oído cientos de veces, cuando el lubricán llenaba de sol las vidrieras eclesiásticas y los gorriones levantaban su matinal vuelo en los árboles del corral. Y también aquel año con aires matutinos de fiesta popular, cuando el novillo matrero arremetió contra Jacinto, que se tiró a la plaza fruto de una abyecta borrachera.
-          Mal fin tuvo el “condenado” Jacinto, pero... “el que mal anda, mal acaba” se ha dicho siempre. Las fiestas concluyen en tragedia, para eso se inventaron las corridas de toros, y el vino que conduce a
peleas y a navajas, calando las tripas como un melón de invierno. ¿Por qué nos empeñamos en buscar a la Parca si ella viene sola cuando menos se la espera? ¡Pobre Laura, y maldita la soledad en que nos quedamos por aquí! -
Decidió salir a la calle, después de apurar el café, servido en vaso de cristal de un antiguo modelado. Los cohetes tronaban y un ligero olor a pólvora quemada se percibía por la acera, por donde se acercaba José, diciéndole:
-          ¡Un muerto en la bodega! ¡Apenas se puede entrar! – dijo con voz entrecortada – Es el gitano que vive cerca de la huerta de Góngora. Al parece estaban robando vino, soleras muy buenas que tenía el tío Cristino en las andanas de la nave del fondo. Debió haber alguien más, pero se vinieron abajo los bocoyes de las filas de arriba, cargados con 500 kilos cada uno, y aplastó al gitano –
-          Y... ¿cómo es eso? - preguntó torpemente Jesús.
-          Cuando se vacían los bocoyes de abajo se pierde el equilibrio, la madera estaba muy seca, debían estar robando desde hace tiempo, pero como la bodega sigue cerrada... todo se viene abajo... La nave estaba llena de gases por la pérdida de alcohol, y no se podía entrar allí -
-          ¿Qué vas a hacer ahora? –
-          Voy a contárselo a tu hermana –
-          Bueno, yo daré una vuelta, antes que haga más calor –
Ambos se separaron y Jesús caminó sin rumbo predeterminado, acercándose a la plaza de la iglesia. El pueblo iba cambiando lentamente. Salvo algunas casas antiguas y la parroquia, el tiempo había modificado el paisaje urbano; las calles pavimentadas, fachadas restauradas, alguna nueva tienda o pequeño comercio; otros establecimientos y tabernas habían desaparecido. Había cosas que no eran las mismas, siempre ocurre así a la hora de un regreso, y se nota más cuanto mayor es el tiempo de la ausencia. Los años cambian los aspectos de la realidad, e incluso ya nada se ve con los mismos ojos que cuando se era más joven.
Le hubiera gustado sentarse a la sombra en uno de esos bancos de ladrillos y azulejos, bajo un naranjo, contemplando, como lo había hecho tantas veces, la portada de la parroquia, con su torre blanca y sus remates celestes, pero oyó una voz que, desde la puerta del bar de esquina, le llamaba. Reconoció a Germán, un antiguo amigo, de esos que iban juntos a los bailes que se organizaban en diferentes naves y pequeñas bodegas del pueblo.
-          ¡Cuánto tiempo sin verte, Jesús! Si no tienes prisa ¿te tomas un café conmigo?-
-          ¿Prisa? ¡Claro que no! –
Germán era un buen, y dócil, empleado de la caja rural de ahorros, servicial y perteneciente a varias hermandades religiosas del pueblo. Era habitual su presencia en las procesiones y en el templo. Fue este mismo quién llevó un par de humeantes vasos de café hasta una mesa, donde se sentaron.
-          Me dijeron lo de tu mujer. Créeme que lo siento; uno debe sentirse bastante solo cuando se nos va la mejor compañía... ¡En fin, no quiero traerte recuerdos! –
-        Gracias.-
-        ¿Piensas quedarte a vivir aquí? -
-        No sé... Quizás con este viaje al pueblo estuviera probando mis sensaciones para tomar una determinación, ¿entiendes?-
-        ¿Sensaciones?– preguntó Germán algo desconcertado por no comprender a Jesús.
-        Quería saber que podía encontrar en la tierra de mi pasado, donde están mis raíces, pero ya no hay ilusión por aquellas cosas de la juventud, y los amigos tienen a sus familias, sus casas, sus hijos...
-        Tu también tienes una hija.-
-        También ella atiende a su marido, a su hijo y a su trabajo ¿qué tiempo puede dedicarle a un viejo?-
-       ¿Viejo? ¡Sigues en activo... ¿no? -
-       Me han propuesto una prejubilación sin merma de retribuciones, y lo estoy pensando.-
-        Pues, te jubilas y te vienes para acá.-
-       ¿Aquí? ¿Y que puedo hacer aquí?.-
-       ¡Pues, te apuntas a las hermandades, o te vas de cacería!-
-       Soy agnóstico, no soy creyente, Germán. Y además no me gusta asesinar a los pájaros.-
-       Podías encontrar una nueva compañera... ¡Más adelante, claro!-
-       No te esfuerces; gracias, pero... no podría olvidar a Laura tan fácilmente.-
-       Lo entiendo, tómate el café antes que se enfríe.-   
Se hizo un silencio roto solo por el ruido del vaso del café al apoyarlo en el plato. Germán se volvió hacia la barra y preguntó al dueño del café:
-          ¿Qué se sabe del muerto? -
-          Que ya llevaba tiempo sacando vino de la bodega, ¡cómo no había nadie! Pero, lo raro es que el gitano no entendía de vinos, se bebía lo que le echaran, ¿para qué quería las soleras? ¡Ese era mucho vino para él, tenía que estar vendiéndolo!-
-          O sacando las “madres” de los bocoyes para criarlas en otro sitio- añadió Jesús
-          También lo había pensado yo, pero como son tus primos... - respondió Germán.
Apuraron ambos cafés y Jesús preguntó:
-          Bueno, y... ¿qué más pasa por aquí?.-
-          Pues, nada – respondió Germán, y dirigiéndose a Pedro, el dueño del bar, dijo: ¿Te acuerdas de Jesús?
-          ¡Hombre, claro! - respondió
Germán se levantó de su asiento y se dirigió al mostrador. Jesús hizo lo mismo. Pedro se secó las manos en el mandil que llevaba atado a la cintura, y le tendió una mano por encima de la barra.
-          Me alegro de verte de nuevo por aquí.-
-          Gracias, igualmente – contestó Jesús estrechando la mano tendida.
-          Bueno, yo me marcho para casa antes que “pegue” más el sol – concluyó Germán sacando unas monedas de su bolsillo y poniéndolas sobre el mostrador.
Jesús despidió en la puerta a Germán y luego volvió a caminar sin saber exactamente donde ir. Cuando pasó por delante de la iglesia, decidió entrar en el templo. Cruzó la puerta de madera, flanqueada por dos imágenes antiguas de piedra desgastada: una reproducía un monje enjuto, mirando al infinito con una cruz en la mano, y otra un soldado con lanza y gorro, que Jesús dudó si era efectivamente un soldado o un arcángel.
En el interior, comprobó que estaba vacía, solo un chiquillo, que debía ser un monaguillo, entraba por el fondo en la sacristía. Una sola nave en cuyos costados aparecían, como siempre había recordado, varios altares con imágenes de Vírgenes, cuyas advocaciones había olvidado. Frente, el altar mayor, una gran hornacina vacía.
           Sobre un paso exhornado estaba, triunfante e enhiesta, la imagen de la Patrona del pueblo, la Virgen del Buen Reposo. Jesús se acercó lo más que pudo hasta contemplar todos los caracteres del rostro de la imagen, en cuyos brazos sostenía a su hijo. Una cara dulce, apacible, de ojos pequeños y leves facciones. Quizás fuera la ternura de la imagen o el recuerdo de su madre, cuando lo traía, perfectamente peinado, pelo húmedo y brillante, y las rodillas lustrosas a base de refregar con una esponja, pero sus ojos se llenaron de lágrimas. Jesús sintió una extraña sensación, pensó si verdaderamente el espíritu de Laura estaba instalado en un paraíso celestial desde donde ella podía verle, y se dio la vuelta, dispuesto a alcanzar, de nuevo, la realidad de la calle. Al pasar por el baptisterio, buscó alrededor de la pila de piedra, la figura materna, con un amplio velo en la cabeza, el día en que le traían para echarle el agua, entrando a formar parte del Cristianismo. Así, llegó a la puerta y volvió a perder otra vez sus pasos por las calles adyacentes. 
Buscó la acera de la sombra, que se hacía cada vez más estrecha a medida que el sol se situaba en su punto más alto, caminó bajo algunos naranjos que aumentaban la umbría en la medida en que era posible. Notó que detrás de alguna persiana algo se movía, y quiso adivinar algún curioso rostro de mujer que acechaba el paso de los transeúntes por la acera.
Llegó cerca de la puerta de la bodega del tío Cristino, pero no se atrevió a acercarse, por cierto temor del que no encontró una buena explicación. Un señor mayor, vestido con una chaqueta desgastada y oscura, se apoyaba sobre un bastón que tenía en su mano, y estaba también mirando, desde la acera de frente, a la puerta principal de la bodega. Lentamente, Jesús fue acercándose y examinado la mirada atenta y fija del viejo hacia el edificio.
-          Buenos días – saludó Jesús, esperando alguna señal que demostrara las ganas de diálogo de su improvisado compañero.
Estaban cerca uno del otro, sobre la sombra de un edificio alto que debió ser propiedad de la compañía suministradora de luz eléctrica. El calor se hacía intenso en aquel mediodía de agosto y los vecinos estaban ya al resguardo, en el interior de los edificios. Las mujeres y hombres que habían asistido a la misa del día de la patrona, estaban unas en sus cocinas y los otros en las tabernas. Solo algún perro triste y callejero husmeaba troncos de los naranjos, y la cohetería había cesado su atronadora presencia en el azul intenso del cielo. El viejo giró lentamente la cabeza y a Jesús le dio la impresión de que se sentía importunado por un desconocido. Al final, contestó sin entusiasmo:
-          Buenas... –
-          Perdone, soy nacido aquí, pero llevo tiempo fuera. Esa bodega era de un primo de mi padre, Cristino, el que se... el que murió ahí, en esa misma bodega –
-          Pues, ya caigo, usted debe ser hijo de José María.-
-          Sí, efectivamente, ya veo que usted conoce a mi familia.-
-          Yo era el guarda del mercado, mi sobrino Jacinto era amigo tuyo ¿no?.-
-          Jacinto, al que mató el novillo en la fiesta, hace ya... -
-          A Jacinto le mató la poca cabeza que tenía. El vino en demasía trae malas consecuencias. En todos los órdenes. Mira si no la muerte del gitano que está todavía sin enterrar – Jesús comprobó que al tutearle le estaba considerando como un vecino más y digno de conversación sin más recelos.
-          Es verdad, las borracheras y los negocios acaban en matanza y suicidios, todo alrededor de ese líquido. Es una visión muy particular. -
-          Tu hace tiempo que faltas de aquí. Algunas personas que viven en la ciudad creen que en los pueblos pequeños todo es paz y orden. Aquí hay mucho odio entre las casas y familias del término. Y en los pueblos de al lado, igual. Las familias se odian entre sí, las tierras y las casas traen muchas rencillas, y hasta hay tiroteos en muchos sitios, como en las películas esas que ahora nos ponen en el televisor. Ni siquiera los guardias saben tener guardadas sus pistolas.-
-          Ya entiendo.-
-          El Jacinto tenía mujer e hijas, pero parece que era poco para él, tenía que andar avergonzando a su familia por el vicio de mujeres y el vino. El gitano era un pobre hombre, pero siempre andaba con señoritos que le llamaban y le pagaban por animarles la juerga. No cantaba mal, sobre todo las bulerías se le daban bien. Pero estaba ya con el hígado “agujereado”.-
-          Dicen que no iba solo anoche cuando se le cayeron encima los bocoyes.-
-          El candado que puso el Juzgado estaba roto, pero ya lo habían abierto otras veces. Siempre la puerta lateral, la que da a la calleja Debía faltar mucho vino y se han  visto huellas de rueda de remolque de tractor reciente en el patio. ¡Claro que debían ser algunos más! Pero, ¿dónde guardaban el vino robado?- se preguntaba el anciano.
-          En otra bodega de las que hay por aquí – contestó Jesús.
-          Se darían cuenta enseguida...-
-          ¿Quiénes? –dijo Jesús algo torpemente
-          La Guardia Civil ¿quién si no? –
-          Ah, claro – añadió Jesús, dando paso a un silencio que el anciano cortó con una despedida.
-          Bueno, muchacho aquí hay tela que cortar. Voy a seguir mi camino –
-          Vaya usted con Dios – y se sorprendió él mismo de citar a Dios, ¿o era solo una fórmula costumbrista de despedida?
Durante el almuerzo, José dio su versión de los hechos, pero a Jesús le entusiasmó más el guiso de patatas con trozos de carne que le sirvió su hermana. ¡Que sabor da guisar con buenos ingredientes, aquellos frutos de la tierra cortados de las matas el día anterior! ¡Nada de cámaras ni congelados! ¿Y el pan? Todavía funcionaba algún viejo horno de jara que horneaba las piezas de la mejor harina de trigo.
-          Pues, están mejor los guisos hechos del día antes – puntualizó Nati, ante los elogios que su hermano hacía de sus cualidades culinarias.
Después toda la familia se echó en sus respectivas camas donde, unos más que otros, se durmió la siesta, como era habitual en estos meses del estío. No faltó en la habitación de Jesús un botijo rojo lleno de agua, pues era normal también, en aquellas latitudes, que el vino ingerido, antes y durante el almuerzo, pidiera refrescarse con un chorro de agua.
Después de la siesta, en la galería aguardaban que el sol cayera por poniente, por donde confiaban cada tarde, con anhelosa lenidad, que empezara a soplar la brisa del océano, añorado siempre por los de tierra adentro. Ese crepúsculo vespertino que tintaba el cielo de un tono enrojecido, a la espera de la aparición de la luna. Tenían que empezar a afeitarse los hombres y a repeinarse las mujeres. De los cajones de las peinadoras de las alcobas habían salido ya los collares de cuentas blancas y las pulseras metálicas y doradas, listas para asistir a la procesión de la patrona. Los hombres con corbatas y chaquetas, y una franja de distinto color de bronceado sobre la frente, señal inequívoca de hasta donde calaban las gorras en las faenas, a pleno sol, sobre la tierra. Las mujeres con oscuros vestidos e insufribles zapatos de tacón. La banda de música, llegada de un pueblo cercano y en asimétrica formación, se agrupaba de malas ganas, cerca de la puerta principal de la iglesia. Muchos de los componentes de la banda no podían anudarse correctamente las negras y estrechas corbatas sobre sus anchos cuellos, mientras los chiquillos correteaban en torno al puesto de las chucherías y los helados. Todos esperaban la triunfal salida de la Patrona.
Cerca de la huerta de Góngora, la familia del gitano muerto, a quienes habían entregado ya el cadáver, velaba el cuerpo de Felipe, en el portal donde vivía, llamado así por no tener ni tan siquiera categoría de casa. Felipe había perdido el aspecto sonrojado de su cara, ahora parecía un muñeco de cera, impávido y algo grotesco. Solo sus señaladas venas atestiguaban, en su rostro, la mala vida de bebedor que había llevado.
-          ¿Mala o buena vida? – dudaban algunos, que para muchos la juerga casi diaria y la excesiva ingesta alcohólica eran señal de divertimento y saber vivir. Por los alrededores de la vivienda donde se lloraba al primo fallecido, no se veía a nadie, la gente se agolpaba en torno a la iglesia en aquel señalado día.
En la escalinata del templo parroquial, los monaguillos con túnicas blancas iniciaban el cortejo, con cruz de guía, lustrosos faroles de alpaca, y velas encendidas en lo más alto. Después, las filas de hombres con sus trajes y zapatos de cordón. Alrededor de la puerta de la iglesia, algunas espigadas muchachitas del lugar esperaban la salida de la Patrona, con falditas más cortas o ajustados pantalones de colorido diseño, dando la mejor y más agradable pincelada al momento. Jesús, con su familia, situados frente a la fachada principal, por donde salían algunos estandartes religiosos, se entretenía reconociendo algunos rostros de los personajes del lugar. Tomás y Germán llevaban unas repujadas varas, con cinceladas macollas, que denotaban los cargos directivos de las hermandades sacramentales. Y de nuevo, la mente de Jesús retornaba a los tiempos de juventud, donde Tomás hurtaba a la mujer del puesto de chucherías mientras aplicaba las más ingeniosas mañas, o pedía una cerveza que el tabernero se negaba a despacharle.
Recordó aquellos juegos al aire libre, en aquellas calles de tierra, por donde solo circulaba algún carro, portando un grueso tonel cargado de agua con su grifo,  suministrando el líquido necesario para el consumo doméstico de cada vivienda.
       José, de en cuando en cuando, le explicaba a Jesús:                                                                                               
-          Esos que van saliendo ahora son maestros que están destinados aquí desde hace unos años. ¿Te acuerda de tu prima Teresita? ¡Es esa que va ahí! –
-          Pues, no la hubiera reconocido. Está muy mayor.
-          Aquí en el pueblo las mujeres envejecen pronto – sentenciaba José
Reconoció al instante a dos personajes que ocupaban un puesto prominente en el desfile local: sus primos Rafael y Fernando, los hijos del tío Cristino, buenos tiradores en los trofeos comarcales del tiro al plato, devotos de romerías y entendidos en el arte del toreo. Portaban varas con empaque y forzada dignidad. Mientras, la noche caía con un juego de sombras proyectadas sobre los testeros de la iglesia y las casas encaladas, con las farolas encendidas y un conjunto de luceros sobre las infinitas alturas. La imagen de la Virgen del Buen Reposo hizo su salida, despacio, casi rozando sus candelabros de cola en el dintel del templo. Se oía al capataz de la cuadrilla de portadores o costaleros, que daba las órdenes oportunas y el llamador golpeando las almas creyentes de un pueblo agolpado en torno a una vetusta devoción.
De pueblos cercanos, primos de Felipe iban llegando a lomos de caballería hasta la vivienda del difunto, y algunos de ellos se quejaban que la taberna de la plazuela estuviese cerrada por motivos de la procesión.
Un sonado día de fiesta, hace ya muchos años, Tomás aprovechó el silencio del pueblo y la concentración de gente en torno al paso de la Patrona, y se hizo acompañar por Jesús hasta la casa de don Andrés, el rico propietario que le acogió como hijo. En la casa sola, Esperanza parecía que estaba esperándole, pero no obstante, se sintió extrañada de la presencia de Tomás y aún más de la de Jesús. Muchas veces había Jesús revivido aquel recuerdo, cuando Tomás aún sin quitarse la chaqueta de los días de fiesta grande, empezó a manosear el cuerpo de Esperanza. Fue una situación embarazosa para Jesús, que estuvo un buen rato sentado en el comedor, mientras la sirvienta terminó accediendo a los deseos juveniles de Tomás en un dormitorio cercano. Cuando dio por finalizado el acoso, Tomás y Jesús volvieron a la procesión en la noche de pólvora y corbatas oscuras, mientras su amigo exaltaba su gesta carnal con Esperanza. Fue un impacto emocional para Jesús que nunca pudo deshacerse de aquella impresión. Tampoco le cupo la duda de que Tomás estaba obsesionado, casi enloquecido por los contactos con la sirvienta, que accedía con facilidad a los asedios del joven.                                                                                    

           Tomás reconoció a su amigo y dejando las filas del cortejo religioso se acercó para abrazar a Jesús.
-          Ya me han dicho que habías vuelto, pero no he podido llegarme hoy a casa de tu cuñado. ¿Vas a estar algunos días más? ¡Pásate por casa y te enseño a mis hijos!
-          Bueno, mañana nos veremos más tranquilo.
-          Por la mañana estaré en la tienda. Pasa por allí y nos tomamos algo juntos ¿eh?.
-          Vale, Tomás, mañana nos vemos.
Notó en el rostro de su amigo el paso inexorable de los años. Aquellos ojos pícaros, ese atrevimiento constante, ese desafío permanente a la vida... Su mirada se había vuelto lánguida, enmarcada en grandes ojeras y bajo profundos surcos en su frente. Denotaba los efectos de una constante medicación y cierta debilidad en su abrazo, tan distinta de aquella fuerza que mostraba en las luchas callejeras con los chavales de otras calles.
La noche transcurrió entre procesión y esquinas, con alguna consumición de fiesta en los bares del pueblo. Jesús vio una buena oportunidad de marcharse para casa cuando su hermana comenzó a sentirse dolida por efectos de los zapatos recién estrenados, y Jesús se ofreció a acompañarla, mientras José se quedaba un poco más con el cortejo religioso. No tardó en recogerse en el dormitorio, pero antes José le preguntó:
-          ¿Vienes mañana al campo conmigo?-
-          No, mañana he quedado con Tomás- respondió.
A la mañana siguiente, Jesús salió con idea de encontrarse con el amigo de la infancia. Alguien le indicó la calle donde Tomás tenía la tienda. Cuando entró en el establecimiento se dio cuenta que nadie le había dicho que vendía. Comprobó, por lo que estaba en el suelo y las estanterías del comercio, que allí se traficaba con aperos de labranza, aparatos de bodegas, semillas, recambios mecánicos, pequeñas rejas para labrar la tierra, artículos de ferretería y muchas cosas más. Tomás le recibió acercándose hasta Jesús, que volvió a ver, a la luz del día, sus carnes flácidas y su aspecto envejecido.
-          Nadie me había dicho que tenías tantas cosas, aquí se vende de todo – exclamó con asombro.
-          Esta es mi mujer, no es natural de aquí sino de Hornacillos, de ahí al lado –
                                                                                                           
    Jesús le tendió la mano a la sonriente mujer de su amigo, que tenía cierta tersura en su piel, a diferencia de Tomás. Pensó que debía ser más mucho más joven que el marido. Tomás se dirigió a la mujer y le dijo:
-          Voy a tomar algo con Jesús, enseguida vuelvo.-
Salieron juntos en dirección a un bar cercano.
-          Tus primos son buenos clientes míos. ¿Has ido a verles?.-
-          Todavía no; les vi en la procesión. ¿Andan bien... económicamente?.-
-          Magníficamente, tienen bodega aquí en el pueblo de al lado, y son amigos del Gobernador; van juntos al tiro, a los trofeos y a las cacerías.-
-          ¿Qué sabes del muerto de ayer?.-
-          ¿El gitano? Le han enterrado esta mañana.-
-          Pero, dicen que había más gente implicada en el robo del vino – dijo Jesús queriendo sacar información, mientras entraban en el bar y se sentaban junto a una mesa.
-          ¿Quieres una cerveza, es medio día ya? –preguntó Tomás haciendo unas señas con la mano al dueño del bar.
-          Al parecer con el gitano había más gente anoche – insistió Jesús.
-          El caso está cerrado, debían ser algunos gitanos más. La Guardia Civil estuvo interrogando a algunos que vinieron a velar al muerto, pero no ha sacado mucho en claro. El único que podía contar algo estaba destrozado con lo que le cayó encima.-
-          Encontraron huellas de ruedas de tractor y de remolques. Esos gitanos no tienen tractores.-
-          Pudieron traerlos de algún sitio, robados o arrendados.-
-          ¿Arrendados... quién alquila tractores por aquí? – interrogó Jesús.
-          Yo no sé más de lo que dicen los que entran en la tienda – se excusó Tomás.
-          ¿No crees que Rafael y Fernando pueden estar criando vinos en el pueblo de al lado? ¡Tu mismo me has dicho que tenían nuevas bodegas por ahí?.-
-          Mira, Jesús... tus primos son mis mejores clientes. No seré yo quien ponga en el punto de mira a Fernando, ni a Rafael. Además... tienen mucha influencia por aquí – Tomás tomó un trago largo de cerveza y después, endureció su gesto - ¡Yo sé que se están haciendo de buenos vinos, y que es probable que lo que falta de la bodega de su padre lo tengan guardados en algún lugar! ¡Les resulta más económico sacarlo por la noche que pagarle a los bancos la deuda que les dejó tu tío Cristino!-
-          ¿Entonces? – preguntó Jesús
-          ¿Entonces, que? ¡Ese edificio no les interesa a tus primos, tienen una deuda reconocida en el juzgado! ¡Cuándo salga a subasta, nadie va a pujar por la bodega! ¡Son influyentes, y hasta esta muerte les viene bien, porque deprecia el inmueble! ¡Ellos ya tienen las soleras, aunque no todas. Eso es lo que más vale!-
-          ¡Pero, hay muerto y robo...! –gritó Jesús
-          ¡Baja la voz y no me mezcles en ese asunto! ¡Aquí nadie va a mover un dedo por un gitano... ¿entiendes? Un gitano borracho y pendenciero... ¿qué perdemos los de aquí?.-
-          El gitano no era cliente tuyo, Tomás.-
-          ¡Piensa lo que quiera, pero no hables con nadie acerca de lo que te he dicho. Yo tengo un negocio y una familia que mantener!-
-          ¡A nadie le diré nada, descuida!-
 Ambos salieron del bar, y se despidieron. Era más de medio día, el sol hacía estragos y la gente volvían a sus casas. José llegó de la tierra quejándose de la sequía y la tarde pasó lenta apurando el agua del búcaro rojo. Jesús se reunió con su hermana en la galería.
-          Voy a regar las macetas del patio, ya parece que no da el sol en el testero.-
-          Nati, me han dicho que hay un tren esta noche. Me iré... pienso que es mejor viajar de noche, que no hace tanto calor.-
-          ¿Qué te vas ya? ¡Pero si pensabas estar aquí una semana...! – añadió extrañada Nati
La noche empezaba a echar el negro toldo al cielo, y las débiles lamparillas de las últimas callejuelas que rodeaban la estación del ferrocarril se encendieron para acompañar el paso de Jesús, con una pequeña maleta en la mano. Entró en el edificio y pidió un billete en la ventanilla, donde un empleado adormecido se le quedó mirando, después de cobrar el precio solicitado. Jesús quedó junto a las vías y un foco de luz en movimiento, delató la llegada del tren. Los frenos chirriaron junto a la estación, rodeada de campos, con un liño de álamos junto a las señales luminosas alrededor de las paralelas de hierro. Jesús subió una incómoda escalerilla y accedió a un vagón. El tren emprendió la marcha y por la ventanilla, Jesús divisó de reojo, por última vez, las débiles lucecillas de las últimas y más humildes casas del pueblo, mientras un leve remolino de polvo se levantaba al comienzo de los caminos agrícolas.      
            Le vi sentarse en el mismo vagón que ocupaba desde que salí de aquella zona de sierra, en el viejo tren que me llevaba hasta enlazar en Sevilla con otro expreso más veloz y confortante. Jesús ocupó un asiento frente a mí, y ni siquiera lanzó una mirada atrás de despedida cuando abandonábamos la visión del pueblo. No obstante, le pregunté, con intención de entablar algo de conversación:
-          Perdone, pero no he visto el rótulo en la estación ¿cómo se llama este pueblo? –
-          ¡Villa Miseria! ¡Debería llamarse Villa Miseria!
Debo reconocer que me costó bastante ir arrancando algunas palabras a Jesús, pero fui paciente y, poco a poco, indagué en su palpable decepción. Al final llegamos a nuestro destino, y nuestros caminos se separaron. Al despedirse yo le dije mi nombre; él solo dijo: Jesús.
Al día siguiente intenté poner un orden lógico, como si montara las piezas de un puzzle, entre las cosas que me contó a bordo de aquel viejo vagón. Confieso que he rellenado, de la mejor manera posible, las lagunas de su entrecortada narración, y procurado describir un paisaje que solo existía en mi imaginación.
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