Relato breve de M.R. Bueno
Los familiares permanecieron en el patio mientras los alumnos de la Orden de los Desamparados subían por las escaleras en dirección al comedor. Era la primera comida en el internado, a las afueras de aquella pequeña ciudad. ¿O era un pueblo grande?. El comedor lo componían un conjunto de mesas rectangulares de madera. En los lados más largos, unos bancos sin espaldar.
- ¡Váyanse sentado en silencio! ¡He dicho en silencio! –
Todos los alumnos obedecieron y fueron ocupando sus sitios sobre los viejos asientos, mientras un lego señalaba las mesas vacías a los que iban entrando en fila de dos en el comedor.
- ¡Por aquí, vosotros a esa mesa1 ¡En silencio! –
Andrés y Guillermo cayeron juntos en la misma mesa, por haber coincidido en la misma fila que se formó en el patio, la última vez que divisaron a sus padres y familiares, en aquel espacio porticado sin árboles ni plantas. Se habían visto en el dormitorio. Andrés ocupaba una cama cerca de la de Guillermo, mientras sus padres ordenaban la ropa en los numerados roperos, dejando vacías las maletas.
Ahora las familias habían vuelto a sus lugares de orígenes. Casi todos a pueblos pequeños, lugares agrícolas de la provincia y de otras localidades más alejadas de aquel internado. Empezaban una nueva vida de estudios y de disciplina. Una vida de educación en la virtud, pregonada sobre un catálogo de palos y castigos. “Solo así haremos de estas almas, personas temerosas de Dios” – decían los frailes. Más de uno comenzaron pronto a temer a ese Dios, encarnado en la figura de aquellos hombres, metidos en hábitos raídos, siempre dispuestos al látigo y la humillación del alumnado.
La comida, unas escudillas esconchadas donde, entre un caldo oscuro, nadaban objetos imprecisos y desconocidos. Casi todos los chicos pusieron una expresión de asco y se miraban unos a otros esperando una respuesta ante el desolado panorama de aquel menú asqueroso.
- ¡Vamos comed y que nadie deje un grano de arroz en el plato! – gritó el prior, después de entonar unos rezos en una lengua desconocida por los comensales. Unos legos iban vertiendo en las escudillas el guiso oscuro y maloliente, y otros lo repartían en bandejas por las mesas.
Entre náuseas, algunos chicos tenían las lágrimas saltadas. El recuerdo confortable del hogar cerca del campo, se convertía en un nudo que atrapaba la garganta de Andrés. Una casa pobre pero limpia, donde no faltaba un buen plato de legumbres, sin mucho condimento pero hecho con el amor y delicadeza de una madre buena y trabajadora. Había que seguir ingiriendo aquel abominable guiso, entre mordiscos de trozos de un pan duro y hosco. Las frutas del huerto cercano al convento estaban maduras, recogidas días antes y picadas por insectos y bichos, que Andrés conocía bien. Al final terminó el suplicio. Pensar que aquello sería tres veces al día. Lo había dicho el prior: Comerían por la mañana, leche de cabra y pan, al mediodía y a la hora de la cena.
Después de la comida tuvieron un rato de descanso en el patio. Guillermo y Andrés salieron juntos. Fue Guillermo el primero en romper la conversación.
- ¡Vaya asco de comida!-
- ¡Sí, esto no hay quién se lo coma! Nosotros vivimos en el campo y allí hay frutas rojas y ricas, y plantas que dan alimentos, y hasta gallinas que ponen unos huevos riquísimos... –respondió Andrés.
- ¡Calla, calla! En mi casa también había carne de pollos, que se criaban en el corral, aunque desde que murió mi padre... empezamos a ver la despensa cada día más vacía.
- ¿Eres de la ciudad? – pregunto Andrés
- No, soy de Hornillos. Mi padre tenía una bodega y dos carros, y mulas.... Se arruinó y murió de una enfermedad muy mala. El cura del pueblo le dijo a mi madre que aquí encontraría un colegio barato y una educación de no sé que...
- Mi familia es pobre, mi padre es jornalero y tengo cinco hermanos. La mujer del amo de las tierras convenció a mi padre para que me trajese aquí, para ver si me hacía cura, o fraile... –
- ¡Joder, pues, la hemos hecho buena! – dijo Guillermo
- No te preocupes, tengo escondido en el ropero un chorizo que me han dejado mis padres. Cuando estemos en el dormitorio, le damos un bocado.-
- ¿Me darás de lo que tienes? – dijo Guillermo
Si Andrés era un chico de campo, de tez morena y deshidratada por el sol y la intemperie, Guillermo era de pelo claro, y su cara más bien pálida, de ojos celestes y delgado como un junco, de largas piernas.
Al rato, llamaron al estudio. Los legos formaron filas por orden de edad de los alumnos. Guillermo y Andrés se colocaron juntos y entraron en la misma aula. Eran pupitres de cuatro plazas, y empezaron a repartir unos cuadernos para cada uno y unos lápices.
- ¡Haremos un dictado, para ver como andáis de escritura. Luego, pasaremos a la capilla y aprenderéis las oraciones! -
Siempre ordenaban silencio los monjes. Silencio en las aulas, en las filas para entrar en los estudios, en la capilla, en el comedor, en los dormitorios. Solo en los recreos se podía hablar con otros compañeros. El primer día se hizo penoso, pero la novedad despertaba cierta curiosidad. No fue la primera jornada la peor. Vendrían días más amargos.
La capilla la componían tambien otras filas de bancos de madera roída, y unos altares oscuros con imágenes de monjes, de caras descompuestas por el sacrificio de los infieles. Un altar mayor con una Virgen dolorosa de madera, de despintada policromía y comida por la polilla, como los bancos donde se sentaban los alumnos. Durante largos minutos permanecían de rodillas mientras los frailes rezaban y hacían repetir a los muchachos los distintos rezos que habían de hacer a diario.
Por la noche, el ropero de Andrés era el codiciado almacén de la oculta intendencia. Nadie, ni siquiera los demás compañeros, debían percibir la existencia de aquel arsenal de chacinas. Los trozos se ocultaban y se comían en el baño o en la cama, cuando se apagaba la luz. Andrés y Guillermo reían y se miraban cuando tenían la boca llena de aquel chorizo casero.
Días más tarde, un nuevo fraile hizo su entrada en el colegio. Venía de unas misiones en el extranjero. De pelo negro y abundante, sonrisa casi permanente, el prior dijo que don Marcelo sería el jefe de estudios. Al poco tiempo, muchos alumnos sintieron simpatías por el recién llegado, que entre bromas y caricias, atraía a los muchachos y les daba conversación. Los chicos, sintiéndose solos, acudían en busca de una figura paternal en quién refugiarse.
Fray Marcelo se dejaba ver, con frecuencia, sin hábitos, y según explicaba, en las misiones iban frecuentemente con las ropas que pudiera usar cualquier otro seglar. Empezó a entablar conversación con Guillermo, a quién miraba de una forma especial y con un sonrisa dulce. Guillermo era requerido para ciertos trabajos con el fraile, y ayudaba a la misa que diariamente oficiaba, por lo que empezó a suscitar los recelos de Andrés.
Guillermo prefería estar en los recreos junto a los demás compañeros; corretear y saltar unos sobre otros, pero fray Marcelo le sacaba, a veces, hasta del estudio general y se hacía acompañar del chico para hacer ciertas tareas del colegio. El fraile se quejaba de no ver demasiado bien y necesitar gafas, pero no soportaba llevar lentes ante sus ojos.
Andrés tenía una gorra que usaba en ocasiones cuando iban a la huerta, donde el lego encargado del cuidado de la tierra, escogía a aquellos que tenían experiencias en faenas agrícolas, para realizar tareas como quitar hierbas, regar, coger frutas... Un día Andrés le regaló a Guillermo la gorra de color beige. Era cuanto podía obsequiar a Guillermo, después que la chacina se hubiera terminado. De este modo, Andrés pretendía ganar un amigo, a quién Fray Marcelo apartaba de su lado, con cada vez más asiduidad.
Los domingos tenían los alumnos más tiempo libre. Andrés convenció a Guillermo para que le acompañara a la huerta. Conocía bien aquel terreno y sabía de un trozo de valla destrozada, por donde se podía salir a campo abierto. Cerca de allí, la foresta inspiraba la imaginación de los dos amigos. Un arroyo estrecho cruzaba entre el sotobosque y la arboleda silvestre. Un poco más hacia el norte, restos de una casilla donde aún había hierros mojosos y restos carcomidos. Corrieron por aquellos parajes, sintiéndose libres y dueños de aquella soledad. Fueron felices imaginando guerreros a los que vencían con aquellos trozos de ramas, a modo de espadas templadas del mejor acero.
- ¡Tenemos que volver, puede que ya estén entrando en el comedor! –
Efectivamente, volvieron con las manos sucias de los palos convertidos en juguetes, pero nadie había reparado la ausencia de ambos muchachos. Prometieron volver cada vez que pudieran y explorar aquel territorio, que parecía de su exclusiva propiedad. Era un nuevo secreto que compartir, y Andrés estaba contento de poder ofrecer a su amigo un nuevo enlace que lo mantuviera a su lado.
Pero, el tiempo fue torciendo los proyectos de Andrés. Fray Marcelo siempre estaba encima, vigilando y demandando la presencia de Guillermo. Aquella noche, Andrés se despertó con una extraña sensación. Desvió su mirada por el dormitorio en penumbras, pero vio una figura adulta sobre una cama sentada. Miró con detenimiento. Era la cama de Guillermo y el que permanecía a su lado era Fray Marcelo, ¿quién si no?.
Un escalofrío recorrió su cuerpo, se arropó despacio para no hacer ningún ruido y de vez en cuando abría los ojos para saber que estaba ocurriendo en la cama de su amigo. El fraile no llevaba hábitos; se divisaba a la perfección su camisa blanca y a veces se inclinaba sobre la cama de Guillermo. Andrés sentía enfurecerse a medida que pasaban los minutos hasta que el fraile abandonó el dormitorio, pero Andrés prefirió seguir en silencio hasta que amaneció y los legos llamaron para la oración y el desayuno.
Los días siguientes, Guillermo estaba especialmente serio. Casi no hablaba y Andrés permanecía despierto cada noche en espera de que apareciera el fraile en el dormitorio. Llegó el domingo y Andrés invitó a su amigo a corretear por el bosque fuera de los confines del colegio. Guillermo aceptó pero apenas corrió y ya cansado se sentó en la tierra.
- ¿Qué pasa? – preguntó Andrés
- No sé... – titubeó Guillermo.
- Quiero enseñarte un pozo que he descubierto, ¡ven! - Andrés guió a su amigo hasta un pozo profundo, apenas tapado con hojas secas y algunas ramas, ya desgastadas y secas por el paso del tiempo. Pudo ser cavado para regar por algunos campesinos de antaño, Andrés sabía de otros pozos que había visto en su pueblo, en tierras de labor.
- Vamos a taparlo de ramas, puede que caigan en él nuestros caballos – dijo Andrés excitando su imaginación aventurera y cogiendo ramas. Guillermo, se sentó de nuevo.
- No duermo bien, estoy cansado –
- Ya he visto a Fray Marcelo sobre tu cama – dijo Andrés.
Guillermo se sintió contrariado. No sabía si confiar en Andrés y contarle aquellos toqueteos del fraile sobre su cama y cuando lo llamaba para el despacho de la jefatura de estudios, o esquivar cualquier tiempo de conversación. Permanecer huraño y hermético, pero solo empezó a llorar, con la cabeza sobre sus rodillas.
- Vámonos, Guillermo, ya es hora de volver, antes que se den cuenta que faltamos – Ambos emprendieron el camino de regreso. Andrés sentía una enorme pena por su amigo y una indignación por el fraile, a quién odiaba cada día más. Regresaron un día más con el conjunto de los alumnos y la jornada se iba desarrollando con normalidad.
Al día siguiente, llegó la escalofriante noticia: Los frailes le preguntaron a Andrés por el paradero de Guillermo. Faltaba desde hacía horas y no estaba en clases, ni en la capilla. Uno de los que buscaban con más ahínco era Fray Marcelo. Se organizaron grupos de alumnos que recorrieron las distintas dependencias del colegio. Andrés y algunos más, buscaron por la huerta, y éste se aproximó a la valla destruida. Allí, junto a la cerca de hierro oxidado encontró la gorra que había regalado a su amigo, la guardó y no digo nada a nadie.
¿Qué estaría haciendo Guillermo? ¿Habría huido por el bosque? ¿Estaría oculto en la casilla esperando que él fuese a buscarlo? ¿Estaría acosado por el fraile? Debería esperar el momento de escapar a través de la valla y buscarlo por aquellos parajes donde se sentían libres y felices compañeros. No se atrevió a confesar a nadie sus escapadas hacia el bosque, podía ser castigado. Solo él tendría que salir a buscar a Guillermo. Pasaron las horas y cundió el pánico, los frailes no sabían donde podría estar. Todos los rincones habían sido revisados una y otra vez. La puerta principal del colegio había permanecido cerrada y las laterales tenían llaves que custodiaba el prior. Los muros eran altos, imposible de saltar ni trepar.
- Esperaremos que llegue la noche. Si ha salido, la oscuridad le hará volver, no puede ir muy lejos, el miedo le hará regresar – dijo el prior y un fraile comenzó su guardia alrededor de los muros y la puerta principal, esperando ver aparecer a Guillermo asustado por la incertidumbre.
Fray Marcelo llamó a Andrés a solas y se metieron en un aula vacía.
- Tú eres el mejor amigo de Guillermo, dime donde está, donde está escondido, donde ha ido – dijo enfurecido.
- No lo sé – contestó Andrés asustado ante los ojos cargados de ira del fraile
- ¿No lo sabes? – gritó el fraile golpeando al muchacho en la cara.
Andrés sintió rabia ante el castigo. Odiaba a aquel fraile y ahora si pudiera le daría dos patadas en su pecho. Era el culpable de la huida de Guillermo. Estaba seguro. No soportaba más vejaciones y había huido. El fraile que tenía frente era el culpable de todo. Ese asqueroso déspota que le mantenía agarrado por sendos brazos, tambaleándole y gritando:
- ¡¡Tu sabes donde ha ido. Lo sabes!!. -
Andrés, entre sollozos, confesó al fraile que a veces habían ido a pasear por el bosque próximo a la verja de la huerta y que pensaba ir a buscarlo por aquellas tierras. Entonces, el fraile ordenó que lo acompañara a ese bosque, antes que cayera la noche, la cual estaba ya llamando a las puertas del firmamento. No dijo nada a nadie. Ambos se dirigieron a la huerta y cruzaron la verja por el agujero que servía a los chicos de huida hacia un mundo fantástico y privado.
Andrés aún llevaba la gorra de Guillermo en un bolsillo y el fraile, agarraba de malas maneras a Andrés instándole a la búsqueda.
- ¿Dónde está? ¡Dime donde está, tú lo sabes! – repetía el fraile, mientras golpeaba al muchacho, que sentía hervir, de odio y rabia, hasta la última gota de su sangre.
- Siempre estabamos por aquí, por la casilla... –
- ¡¡Por la casilla no está, dime donde, dime donde!! –
La intranquilidad de fray Marcelo se iba haciendo mayor, al darse cuenta de que caía la noche y tampoco por el bosque aparecía Guillermo. Se separó, buscando entre la maleza, por cada palmo de aquella arboleda. Andrés le vio, inquieto y rabioso; buscaba por todas partes, con el hábito recogido para caminar más rápido.
Andrés se colocó en línea con su castigador, le dolían los brazos, la cabeza y la cara de los azotes propinados. Tenía al fraile a solo unos metros de él, entonces sacó la gorra de Guillermo de su bolsillo, la puso en el suelo y volvió a recogerla, levantando la mano y llamando su atención.
- ¡Es la gorra de Guillermo! – gritó. El fraile se sobresaltó, corrió hacia Andrés.
Andrés buscó la línea recta entre el fraile, el hueco del pozo oculto entre ramajes y su posición. Envuelto en el hábito, el religioso corrió hacia Andrés para comprobar la pista hallada. Las ramas crujieron y la tierra pareció tragárselo. Solo se escuchó un golpe seco, ni un lamento, ni una petición de auxilio. La noche avanzaba y todo era más negro. Andrés corrió hasta el colegio.
Los frailes y el prior al frente, llegaron al lugar donde les guió Andrés. Iban cargados de antorchas encendidas, con las que iluminaron el pozo. Allí, en el fondo, de aquel hosco socavón, inmóvil, estaba el cuerpo de Fray Marcelo. Una vez comprobado que no respondía, llamaron a la policía.
Andrés volvió al colegio, pero no pudo dormir hasta que, cercano el amanecer, le venció el cansancio. Ya no estaban aquella noche ni Guillermo ni el fraile, los demás alumnos dormían ajeno a cuanto había pasado aquella tarde y noche.
Al día siguiente, la policía escuchaba el relato de Andrés. Fray Marcelo le había ordenado salir con él para buscar a Guillermo por el bosque y había caído en el pozo, semioculto por las ramas y la escasa luz de un sol decadente. ¡Un desgraciado accidente!
Guillermo fue hallado en casa de su madre, a quién había convencido para nunca más volver a aquel colegio. Andrés y Guillermo nunca volvieron a verse.
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