La matrona salió de la casa cuando ya el alba anunciaba un nuevo y frío amanecer. Una vecina, que se había levantado para preparar el canasto con el almuerzo para su marido, le salió al frente, para preguntarle que había sido.
- Un niño – dijo la matrona, antes de esbozar el negro mantón sobre su boca.
En el corral, la superficie de un cubo de cinc que había quedado lleno de agua, estaba hecha un carámbano. El rocío daba brillo a las tejas y hasta alguna gota se desprendía perezosa de la canal que daba a la calle. La vecina se acercó despacio a la puerta de la casa donde había nacido un nuevo hijo. Un llanto inequívoco delató la presencia próxima del bebé. Cuando empujó la puerta, la alcoba estaba llena de gente: la madre sobre la cama, el padre a su lado, el niño envuelto en pañales y los tíos y parientes más cercanos, haciendo un círculo en torno al lecho.
El sol iba ganando altura a medida que más gente poblaban la calle, unos al mercado, otros al trabajo. El gallo del corral vecino había cantado ya varias veces. De boca en boca salta la noticia: “¡María ya ha tenido al niño!” Le habían preparado un baño de cinc con agua caliente y ahora dormía ante la atenta mirada de su madre.
El fuelle impulsaba el fuego de la fragua, y se ordenaban los hierros para comenzar la tarea en la herrería. El maestro herrador clavaba nuevas herraduras a las mulas del campesino. En el café, junto al mercado, empezábanse a llenar vasos de cristal y la leche caliente daba un tono más claro a los primeros sorbos del desayuno, mientras un aroma de anís envolvía la charla de los hombres del campo.
La mujer de negro que portaba la cesta sobre su cabeza, voceaba su carga de espinacas y espárragos cerca de las puertas. El mendigo callejero, envuelto en su deshilacha chaqueta, libraba su batalla diaria por el mendrugo de pan y tocino. Los primeros cubos de arena, cemento y agua se mezclaban con el hábil manejo de palaustre del albañil.
Las botas goteantes de los carros de los aguadores dejaban su estela sobre el viejo adoquinado, mientras el flautín del afilador ponía una grácil melodía a la mañana. La campana de la torre daba los toques anunciando la primera misa, y el cura desde la sacristía perdía la vista a través de la ventana desde donde se divisaban los prados del término municipal y las manadas de borreguillos blancos.
A lo largo de la mañana aquellos vecinos que acudían a su trabajo fueron congratulándose con la noticia del nacimiento del niño y algunas mujeres aportaban pequeñas prendas para el recién nacido y frutas, verduras, hortalizas y huevos para la familia.
Fue transcurriendo la mañana, se anunciaba el latero, con su rudimentario y ambulante taller de reparaciones, cubo humeante y trozos de estaños, el lechero transportaba sus cántaras de latón y la leche recién ordeñada en los establos. De las chimeneas domésticas y de los hornos de las panaderías aún salía el blanco humo de la buena leña, y la garlopa del carpintero rizaba las primeras virutas de madera.
Así llegó la hora del Angelus y de nuevo sonó el alegre campanil de la ermita cercana. Por la calle, el señor de las tierras donde era jornalero el padre del recién nacido se acercó a visitar a su operario favorito y felicitarle por la paternidad. En la misma puerta de la casa coincidió con el cura del pueblo, y ya en el interior de la habitación, se unieron a otro jornalero, inmigrante de color. Todos llevaban algún regalo para la familia: un medallita de oro, el primero; un paquetito de alhucema e incienso, el segundo y una bolsita de trapo con hojas de alguna planta y resinas de su país, el tercero.
Y por el aire sonó una canción que cantaban los niños en la calle: Era - ¡cómo no! - un villancico.
MANOLO RODRIGUEZ BUENO
Ya por desgracia, casi no nacen niños en los pueblos. Ahora los pastores acuden al hospital y el segurata les mira con recelo.
ResponderEliminarTal vez le pidiera los papeles al jornalero de color (negro).