“Parece que en un trueque de pasión,
el corazón se trae, roto, el nido;
y que se queda en el nido, roto, el corazón”
(Juan Ramón Jiménez)
Por fortuna estoy corporalmente a muy poca distancia de mi cuna. Esto me permite confundirme con mis paisanos cada vez que tengo oportunidad. Visitar en el tiempo frío de diciembre los portales de Belén, o en la calurosa noche de agosto ver pasear a la célica imagen de nuestra Patrona, la bendita Virgen del Valle. Por supuesto, aquí estamos también cuando la primavera nos pone alegres y cruceros, saboreando un buen plato de habas con poleo.
No me arrastró la corriente del destino ni muy lejos, ni a una tierra de gran diversidad con mis orígenes. Tenemos que hablar de Semana Santa, pues para eso estamos en una edición casi monográfica. Todos saben que los palmerinos cofrades suelen beber de esa fuente de devoción y de arte que representa la Semana Mayor de Sevilla, y algunos visten las túnicas de hermandades hispalenses, conocen a la perfección las imágenes que procesionan, los templos y capillas de donde parten sus cortejos, sus recorridos y horarios.
Cada vez que me dispongo a escribir en alguna revista palmerina, retomo lo que llamo mi ultraligero blanco y pongo rumbo oeste, a través del Aljarafe, siguiendo el impulso de un viento sofocante, apasionado, tórrido de siestas veraniegas. Vientos de levante, que me recuerdan aquellos aires que, desde la Pescadería llegaba hasta la puerta de la casa paterna, por la mañana, con olor a aceite de calentitos de Concha, y cafés de Fernando y de Padilla.
Con este texto que pretendo hoy enviarles, abusando de la generosidad de ustedes, ocurre lo que tantas veces acontece en mi interior. Me transporto, entre la memoria y la imaginación, a esta tierra, a este suelo, pero sobre todo a este sentimiento que compartimos los que nos llamamos palmerinos, bien porque hayamos nacido aquí o porque nos sintamos tan vinculados a este pueblo, por amor y compenetración con sus tradiciones y su forma de vida, como puede estarlo el que fue parido en la alcoba materna, sin conocer más hospitales, ni más cuna que la que usaron sus ascendientes durante generaciones.
Pero el escritor, en mi caso escritor aficionado de pueblo, sufre una especie de metamorfosis desde que se sienta delante del teclado hasta que se levanta. Es la soledad física que te rodea. No sería posible escribir entre un barullo humano. La soledad que sentíamos antes al ver unos folios en blancos, o ahora una pantalla vacua, donde tienes que grabar unos sentimientos hechos palabras. Palabras escritas que han de ser leídas no se sabe por quién. Palabras que vienen encadenadas a recuerdos, y los recuerdos son el lenguaje de los sentimientos. Sentimientos y recuerdos que te desgarran el alma en ocasiones, porque son tiempos idos como también marcharon muchos de nuestros seres queridos y muchas situaciones que vivimos con una especial circunstancia que se nos antoja irrepetibles. Porque irrepetible es la niñez, porque irreversible es la juventud, corriendo por la rampa que, días antes del Domingo de Ramos, colocaban ante los escalones de la puerta principal de la iglesia.
Tenemos que hablar de Semana Santa, ya lo sé. Pero no entiendo este periodo anual sin sentimientos, como si éstos fueran esas ramas de enredaderas que van abrazando el tiempo a medida que ascienden por el camino de tu vida. No es posible hablar de Semana Santa como si hubiéramos visto los primeros pasos, y las primeras imágenes, anteayer.
Oímos expresiones elogiosas al arte que rebosan nuestros pasos, mecidos entre la grácil silueta de una torre esbelta y el perfume sutil del azahar. Son personas venidas de fuera, de otros países, que se sorprenden de ver algo insólito para ellos, y aprecian la armonía del arte, el labrado de una canastillas, el cincelado de unos varales, el movimiento de unas bambalinas al compás diletante de una sentida marcha procesional, se extasían contemplando una cara de Virgen guapa, o se emocionan admirando un rostro hermosamente muerto de Cristo, prendido de una cruz. Eso será sorpresa, serán logros de la gubia de un artista, será ritmo compartido de una cuadrilla bajo el paso, será lo que será... ¡pero la verdadera Semana Santa, palmerinos, hay que aprenderla de la mano de unos padres, que te cogen cuando cansados esperan en una esquina, y te llevan arriba junto a su pecho y te hacen sentir lo que ellos sienten! ¡Hay que aprenderla cuando te levantan de la cama de madrugada y te ayudan a vestirte con la ropa de acólito y aspiras, entre los primeros rayos de la mañana, el humo del incienso que todo lo envuelve en matices de luz distintos! ¡Hay que aprenderla cuando después de degustar una torrija casera te vas calando el capirucho, coges el cirio, y te diriges hacia la iglesia, donde te esperan tus imágenes! ¡Hay que aprenderlo viviendo, hay que sentirlo si tu padre te enseña con su ejemplo, a ponerte una túnica o un costal, a ponerte en las filas o debajo de una trabajera, y hay que aprenderlo viendo la cara de Cristo, a punto de darlo todo por la humanidad, por amor, sufriendo con Jesús en el momento de su Pasión, y tienes que aprenderlo a base de lágrimas que no se contienen cuando ves aparecer en el dintel de la iglesia, una cara dolorosa, que se hace bella porque bella es la bondad y hermosa es la gracia que Dios pone en la que es Madre de su Hijo y de la Humanidad! ¡Hay que aprenderlo viviendo y sintiendo, tradición heredada de generaciones que saben emocionarse ante la fe de Cristo hecho Hombre, y hay que aprenderlo portando en el pecho ese escudo invisible de palmerino que lleva interiormente a gala ser cofrade y cristiano!
Entre la bruma de los recuerdos conservo en el fondo de mi corazón la vieja oficina de mi padre, donde se repartían las túnicas a los hermanos de Padre Jesús, antes de que dispusieran del local del piso que está junto a la ermita del Valle. No puedo remediar cierto temblor de mi pecho al revivir aquellas noches en que Pepe García, el practicante, aparcaba su bicicleta en la puerta de la casa de mi padre, y se sentaba, mientras cenábamos, a la izquierda de mi progenitor. Un vaso de vino y un platito de lo que hubiera de cena aquel día: Allí se hablaba, noches y noches, de los pasos, de las bandas de músicas, del cura que vendría a predicar el quinario de Padre Jesús, de los cirios, de las insignias, del altar de culto... ¡No se aprende la Semana Santa siendo un advenedizo más, se aprende aceptando una tradición, y se aprende viendo a tu padre marchar a la casa de Ejercicios Espirituales de Huelva o al Sagrario la noche del Jueves Santo, hasta que llegaba la hora de recibir a la banda de la Cruz Roja, y ponerse su túnica morada para acompañar la donosura de la Virgen del Socorro, hasta que el sol calentaba la mañana, empezaba a picar el capirote blanco, y desde el balcón del añorado Alejo, caía el clavel de la última saeta. ¡Que lástima que durante tantos años le dedicara tantas horas a su Hermandad, y no haya tenido ni siquiera un gesto tras su entierro! Aunque, parece que las cosas cambian y esta nueva Junta de la cofradía del Valle está dedicando más atención a su patrimonio humano, y dispensan el pésame y el reconocimiento a los mayores en la festividad gozosa de la Epifanía. ¡Enhorabuena, señores!
Dice Carlos Colón que la Semana Santa tiene una religiosidad de tipo oriental, cuerpo barroco, sentimiento romántico y gracia costumbrista. No podrán entender este tiempo quién no haya rezado alguna vez ante una situación angustiosa, quién no se haya emocionado ante la figura agonizante de un Hombre, figura encarnada del Todopoderoso lleno de amor. No podrán vivirla plenamente quienes no sean unos enamorados del verismo peculiar del barroco, ni aquellos que, reconociéndose románticos, tengan prejuicio de acercarse a las cosas que la tradición costumbrista nos ha puesto cerca para su admiración y deleite.
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