sábado, 10 de marzo de 2012

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El Guadalquivir se muestra distinto en Córdoba. Discurre poco profundo junto al restaurado puente romano, que desde la torre de la Calahorra nos sumerge en la maravilla de su centro histórico. Tiene el río isletas con arboleda, una vieja noria de madera, molinos y patos. En el puente una improvisada imagen, al aire libre, de San Rafael, donde los cordobeses colocan velas petitorias.
            El día es radiante, caluroso para la fecha en que estamos, y es que el otoño no acaba de llegar climatológicamente hablando. Una vez cruzado el puente, una columna alta sostiene, de nuevo, al Arcángel que mira a la ciudad, dando la espalda al río. Esta zona es concurrida, los turistas le hacen un cinturón a la catedral, la antigua y conocida Mezquita, un cuadrado de más de 24.000 metros cuadrados.
            El patio de las purificaciones es grande, con naranjos, acequias y fuente. La entrada normal es de 8 euros por persona, y el templo es una mezcla de elementos del arte musulmán y de las modificaciones posteriores por parte de los reyes y jerarquías cristianas. Esta mezcla de estilos, o si lo quieren de elementos de dos creencias religiosas, no fue bien vista ni por el Rey Carlos V, pero lo cierto es que los musulmanes edificaron su mezquita sobre una iglesia cristiana dedicada a San Vicente.   
            Hay columnas, muchas columnas, unas 850, de mármol, y también de granito y algunas de jaspe. Todo un espectáculo de arquerías, con sillería blanca y roja, de herradura y arcos superpuestos. En el exterior, sus calles estrechas, con tiendas de souvenir, flores y turistas, y una tuna sobre una terraza de bar canta sus melodías bajo el sol del mediodía.  En la calle Lineros, las Bodegas Campos ya no tenían mesa para almorzar, pero sí en la parte de bar. Parecía que toda Córdoba se iba dando cita en este restaurante, hasta una boda iba amontonando gente en los salones del interior. Vimos pasar a un invitado conocido: Manuel Chaves González.



            La cola de toro, o el arroz con cola de toro, las patatas cortijeras con chorizo hacen las delicias del transeúnte, que todavía tiene ocasión de visitar el interior de la bodega, donde han firmado sobre la barrilería, personas del linaje más aristocrático español. 
            El paseo por la plaza de la Corredera, nos recuerda otras plazas mayores, cerradas y porticadas. Casi toda esa enorme plaza la poblaban gente joven, sobre mesas y veladores de mesones cordobeses. Pasando junto a las altas columnas de un antiguo templo romano, llegamos hasta la plaza de las Tendillas, donde reposamos con una copa de helado y esa sombra maravillosa, dando vista a la escultura ecuestre del Gran Capitán, mientras un rasgueo de guitarra nos advertía que eran las 4 de la tarde.
            Volvimos al río, cerca de las 6 de la tarde y emprendimos camino a casa, por una cómoda autovía, con un sabor dulce por aquel encuentro, que hace ya tiempo no habíamos hecho. Córdoba: quedan siempre ganas de volver.

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